ANTECEDENTES HISTÓRICOS

La larga marcha

La cercanía de España con el mundo árabe ha descuidado las reivindicaciones palestinas

ALBERT GARRIDO / BARCELONA

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La necesidad de compensar el aislamiento internacional y la verborrea propagandística del franquismo relativa al «contubernio judeo-masónico» hicieron posible que diera sus frutos la acción diplomática de acercamiento al mundo árabe diseñada por el ministro de Asuntos Exteriores del periodo 1945-1957, Alberto Martín-Artajo. Esto y la oposición de Israel a entablar relaciones con la dictadura, que al acabar la segunda guerra mundial inició una operación de revoco de la fachada que incluyó en 1948 solicitar al primer Gobierno de David Ben Gurión el intercambio de embajadores. Es más, el embajador de Israel en la ONU, Aba Eban, votó en noviembre de 1949 contra el levantamiento de las sanciones impuestas a España.

Por lo demás, la etiquetada como «tradicional amistad» con los pueblos árabes se tradujo muy raramente en situaciones ventajosas para España. Hubo que esperar hasta el desenlace de la cuarta guerra árabe-israelí (octubre de 1973) para que la buena relación con los países árabes se concretara en algo tangible: España quedó al margen de la suspensión de las exportaciones de petróleo a Occidente decidida por la OPEP y tampoco se vio afectada por las sanciones impuestas por la Liga Árabe a países e inversores con intereses en Israel. Pero incluso en aquel momento, la preocupación por el pueblo palestino, sometido a ocupación en Jerusalén Oriental, Gaza y Cisjordania desde la guerra de los seis días (junio de 1967) no fue mucho más que un torrente de palabras.

Visión internacional

Durante la transición, la diplomacia española abordó de forma simultánea la anomalía de la ausencia de relaciones con Israel y la falta de un reconocimiento explícito de las reivindicaciones palestinas. El exministro de Asuntos Exteriores Fernando Morán afirma en su libro 'España en su sitio': «En la cultura política de la generación protagonista de la transición jugaba un papel importante de la visión internacional la defensa de los derechos nacionales del pueblo palestino». Así fue como la apertura en Madrid de una oficina de representación de la OLP se hizo realidad casi al mismo tiempo que se establecían relaciones diplomáticas con Israel el 17 de junio de 1986.

Si Israel aceptó en la conferencia de paz de Madrid la presencia de una delegación jordano-palestina -sin militantes de la OLP- para poner en marcha un proceso que debía desembocar en un acuerdo para la coexistencia de palestinos e israelís, fue en gran medida por el equilibrio practicado por los gobiernos de Felipe González. En las conversaciones desarrolladas entre el 30 de octubre y el 1 de noviembre de 1991 se consagró el principio de paz por territorios, aún vigente, y la necesidad de que se abriera un proceso de institucionalización de la comunidad palestina que, a partir de los acuerdos de Oslo (1993), se plasmó en la Autoridad Nacional Palestina, presidida por Yasir Arafat.

Cuando la Unión Europea nombró en 1996 a Miguel Ángel Moratinos representante en el proceso de paz -enviado especial en Oriente Próximo-, la desconfianza hacia Europa de los gobiernos de Israel había iniciado una escalada que llega hasta nuestros días. Ni el hecho de que Moratinos hubiese sido durante unos meses embajador en Tel-Aviv ni la presencia en la embajada israelí en Madrid del hispanista Shlomo Ben Ami atenuaron los recelos, acrecentados por la simpatía de la opinión pública española hacia la causa palestina, que no ha dejado de crecer desde entonces.

El voto de España a favor del reconocimiento de Palestina como observador en la ONU (noviembre del 2012) y la disposición del Congreso a dejar las manos libres al Gobierno para que reconozca al Estado palestino abundan en esa decantación hacia lo que el socialista Enrique Barón llamó en cierta ocasión «la gran causa ética del presente», facilitada las últimas semanas por los ejemplos de Suecia, Francia y el Reino Unido.