VIGÉSIMO ANIVERSARIO DEL PROCESO DE BARCELONA

Un gran objetivo, engullido por una realidad desoladora

MONTSERRAT RADIGALES / BARCELONA

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El 27 y 28 de noviembre de 1995, hace ahora 20 años, se celebró en Barcelona la primera conferencia ministerial euromediterránea. Participaban los titulares de Exteriores de los entonces 15 miembros de la Unión Europea (UE) y 12 países de las orillas sur y este del Mediterráneo. No era una reunión más. Se trataba de lanzar una operación de hondo calado político y económico que iba a marcar profundamente las relaciones entre Europa y sus vecinos de Oriente Próximo y el norte de África. Nacía así lo que a partir de entonces se llamó el Proceso de Barcelona.

El clima y el contexto internacional eran propicios. La caída del muro de Berlín (1989) hacía vislumbrar un nuevo marco de cooperación internacional. La conferencia de Madrid sobre Oriente Próximo (1991) y los acuerdos de Oslo (1993) entre Israel y la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) habían sembrado una gran esperanza de que incluso el conflicto más antiguo y enquistado iba a entrar en la senda de la pacificación.

La conferencia concluyó con la aprobación de un documento, la Declaración de Barcelona, por la que se establecía un partenariado entre la UE y sus vecinos del sur con el fin de convertir toda el área mediterránea "en un espacio común de paz, estabilidad y prosperidad a través del reforzamiento del diálogo político, la seguridad y la cooperación económica, financiera, social y cultural”. Comparar ahora aquellos buenos propósitos con la realidad actual de la región –naufragios de inmigrantes y refugiados con miles de muertos, la implosión de Siria con consecuencias humanitarias devastadoras, Libia partida de facto y convertida en un Estado fallido y la constante amenaza yihadista—hace casi sonrojar. En las dos décadas transcurridas, el Proceso de Barcelona y toda la política euromediterránea posterior se han visto sobrepasados por unos acontecimientos que escapan a su control.

La Declaración de Barcelona fue un gran éxito de la diplomacia española  que desde hacía tiempo presionaba a la UE en favor de una política más activa hacia el Mediterráneo.“Fue una operación de una envergadura política importantísima, a largo plazo. Estaba concebida como un gran programa de lo que hoy llamaríamos 'soft power' para ayudar a nuestros vecinos del sur a su transformación y modernización. Era una operación política con un motor económico”, subraya Senén Florensa, presidente ejecutivo del Institut Europeu de la Mediterrània (IEMed).

La Declaración de Barcelona fijaba una serie objetivos agrupados entorno a tres grandes áreas: el ámbito político y de seguridad; el económico y financiero; y el ámbito social, cultural y humano, entendido como diálogo entre pueblos y culturas a través de la sociedad civil. Este aspecto se plasmó 10 años después con la creación, en el 2005, de la Fundación Anna Lindh.

CIFRAS DESALENTADORAS

Uno de los objetivos más destacados de la Declaración de Barcelona era la creación de una gran zona de libre cambio en el 2010. Pero los países del sur no han hecho sus deberes y no han abierto sus fronteras entre ellos. El cálculo resulta desalentador. De todo el comercio exterior entre el conjunto de los países Euromed, el 90% es entre los miembros de la UE, el 8% entre los países de la UE y los del sur, y solo el 2% entre los países del sur.

“Los países que entraron en el juego Euromed son los que han ido económicamente mejor. Marruecos y Túnez supieron aprovechar las posibilidades que ofrecía la exportación a Europa y los programas MEDA [los fondos de la UE para el Mediterráneo, que a partir del 2007 pasaron a ser los Fondos de Vecindad], para modernizar sus instituciones económicas, aunque no las políticas. Los demás arrastraron los pies”, señala Florensa. Israel y Palestina son un caso aparte. De hecho, cuando se celebró la conferencia de Barcelona en noviembre de 1995, Túnez, Marruecos e Israel ya habían firmado los primeros acuerdos de asociación con la UE. En el 2008 Marruecos obtuvo un estatuto avanzado que le permitió incluso entrar en el espacio aéreo europeo.

El gran fracaso fue el aspecto político. Todos los firmantes de la Declaración de Barcelona se comprometían a un marco de valores comunes basados en el respeto a los derechos humanos, la democracia y el Estado de Derecho. En la práctica, nadie movió un dedo.

La conferencia de 1995 no estuvo exenta de grandes dificultades. Tres semanas antes de su inicio había sido asesinado el primer ministro israelí, Isaac Rabin. El nuevo ministro de Exteriores, Ehud Barak, llegó a Barcelona acabado de nombrar y puso algunas objeciones al borrador de la declaración. “Pero lo más difícil fue Siria. En el fondo, Siria y el Líbano no querían que Israel estuviera en la mesa”, recuerda Javier Solana, entonces ministro de Exteriores español y gran artífice de la conferencia. Siria se mostraba implacable en relación a las referencias al “terrorismo” y al “derecho de autodeterminación”. Una noche entera de negociaciones solventó la cuestión. Pero el episodio presagiaba lo que estaba por llegar. La política euromediterránea iba a ser rehén del conflicto de Oriente Próximo.