MEMORIA PERIODÍSTICA

Gorbachov se dejó besar

El expresidente de la URSS estrenó el Fòrum del 2004, 15 años después de la caída del Muro de Berlín. La posibilidad de entrevistarle fue uno de esos momentos cumbre de la vida profesional.

Pasqual Maragall pasea del brazo a Mijail Gorbachov por el Fòrum Urbano Mundial, que inauguró en el 2004.

Pasqual Maragall pasea del brazo a Mijail Gorbachov por el Fòrum Urbano Mundial, que inauguró en el 2004.

NÚRIA NAVARRO

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Esta información se publicó el día 17 DIC 2016. El contenido hace referencia a esa fecha.

Crecí durante la guerra fría, convencida de que el telón de acero era de acero y que los capos del Kremlin tenían el índice entrenado para apretar el botón rojo y desencadenar el holocausto nuclear. Lo cuento porque en el 2004, 15 años después de la caída del MuroMijail Gorbachov, el hombre que conjuró el Coco del mundo libre, vino a Barcelona a inaugurar el Fòrum y ofrecieron una entrevista para este diario. Como imaginarán por la sonrojante confesión anterior, fue uno de esos 'hits' de la vida profesional que podría contar a los nietos.

En los pasillos de la oficina de prensa del Fòrum corría que Gorbachov se plegaba sin protestar a la diabólica gimcana de medios, pero que era frío en la comunicación no verbal –"nunca sabes si está cómodo o no con su interlocutor"–, que no sonreía y que a los pocos minutos calaba al entrevistador y se lo ponía "más o menos difícil". Así que, media hora antes de la cita, en el Ritz, estaba convencida de que mis preguntas le parecerían insustanciales y que le entrarían ganas de mandarme a tomar por el gulag. Era junio y sentí frío.

En la antesala del encuentro, 'glasnost' informativa. Nada de agentes de la KGB cacheando el bolso ni el guion. Se abrieron las puertas de un saloncito nada proletario y allí estaba Él, sentado en la punta de una mesa que me pareció kilométrica, hablando con un inquietante hombrecillo con ojos de pájaro que resultó ser el intérprete.

Mientras anduve esos 'kilómetros', traté de no fijarme en su mancha –había leído que era la silueta del Ártico, que una tal Svetlana aseguraba que sabía salada y tonterías por el estilo– y me dio por ir al origen de aquel cambio histórico que Él había obrado. "Empece a formular en voz alta la existencia de un peligro global en 1984, durante mis visitas a Canadá y Gran Bretaña –se arrancó–. Recuerdo que le mostré a Margaret Thatcher un tablero con miles de cuadrículas y le dije: 'Si ponemos en este tablero las armas nucleares de EEUU y la URSS, solo con el estallido de una casilla acaba la vida en el planeta'. Dos años después, con la ventaja de estar a la cabeza de la URSS –¡Dios no da esa oportunidad a todo el mundo!–, introduje las premisas en el Partido Comunista". ¿Así de simple?

LA INFLUENCIA DE RAÍSA

Envalentonada –quise creer que 'a mí' me lo estaba poniendo fácil–, le pregunté si su esposa, Raísa, que murió en 1999, tuvo que ver con la 'perestroika'. "¡Sin duda! Mi mujer y mi hija Irina tuvieron una enorme influencia". Entornó los ojos y dio un giro inesperado: "Si Raísa estuviese viva, habríamos cumplido 50 años juntos... Empezamos de la nada, ¿sabe? Veníamos de familias pobres. Solo teníamos el futuro. Así que el futuro era algo valioso para nosotros, lo era para todos. ¡Le deseo a todo el mundo que encuentre a su media naranja!". "¿Ha dicho media naranja?", le pregunté al interprete de ojos de pájaro. "Eso ha dicho", respondió glacial.

Aquello era un festín. El deshielo era tal que me dieron ganas de llamarle Gorbi. Entró a todos los trapos. Criticó a Boris Yeltsin –"no sé cómo no le echaron a él y a toda su banda"–, y a Vladimir Putin –"está infringiendo su contrato; hay un recorte en la libertad de expresión en Rusia que lamento sinceramente"–, reprobó el ritmo de las privatizaciones y se defendió de su horrible fama entre la legión de nostálgicos de la era soviética.

Antes de que me sacaran a rastras de allí, le pregunté cómo quería pasar a la historia. "Como una buena persona que no logró todo lo que se propuso", dijo. Y acompañó la respuesta de una sonrisa. No me lo llevé a casa porque no tenía avena para hacer gachas –su plato favorito– ni un samovar decente, pero, para pasmo de su séquito, dejó que le estampara dos besos. Me cargué la preceptiva distancia, dirán. Y tienen razón. Pero no todo el mundo puede decir que ha besado a Gorbachov, ¿no? 

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