El final de la Belle Époque

El clima moral de Europa se enrareció de repente. En un brevísimo tiempo, una generación entera pasó de un siglo repleto de certidumbres que se atesoraban desde la Revolución Francesa a años de desoladora provisionalidad. De la inocencia al vacío.

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POR ALBERT GARRIDO

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Una profunda sensación de pérdida alteró el clima moral de Europa en cuanto los cuatro jinetes del apocalipsis se adueñaron del escenario. La Europa agitada por la Revolución Francesa, la reacción de las monarquías absolutas, la paz de Viena y la consagración del Estado nacional burgués; la Europa de las cortes empenachadas y de una tajante división social empezó a desvanecerse al mes del atentado de Sarajevo, y no dejó de hacerlo hasta que el mundo fue algo muy distinto al conocido hasta entonces. Ahí están los testimonios literarios de Thomas Mann, Karl Kraus, Stefan Zweig, Vicente Blasco Ibáñez y tantos otros autores; ahí está la crítica a la guerra de Las aventuras del bravo soldado Svejk, de Jaroslav Hasek, de Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque, y de Adiós a las armas, de Ernest Hemingway, para comprobar hasta qué punto la guerra dejó de ser el espacio reservado a los héroes mitológicos que tutelan la suerte de las naciones.

La Belle Époque, aquella indefinida edad de la inocencia que abarca el último decenio del siglo XIX y los primeros 14 años del siglo XX, adquirió la condición de arquetipo de la felicidad. Para los europeos sitiados por la tragedia de la guerra, la Belle Époque tuvo mucho de paraíso perdido, de seguridad garantizada, de progreso ilimitado, de hegemonía política -el modelo imperial- no discutida por nadie. El grito (1893), del pintor noruego Edvard Munch, tiene algo de premonitorio, de anticipatorio, como si el artista adivinara que la tragedia se cuece entre bastidores, pero cuando la obra estuvo terminada, pocos hubiesen apostado que 20 años después estallaría la hecatombe. Por el contrario, en el tránsito de un siglo a otro, el aire estuvo contaminado por un ambiente de euforia, y solo una minoría compartió con el francés Émile Zola la pesadumbre por «horribles días de confusión moral», que el escritor vio simbolizados en el caso Dreyfus a partir de 1894.

Las lámparas que se apagan

Todo cambió cuando tomaron la palabra las armas. El mismo día en que el Reino Unido declaró la guerra a Alemania, el secretario del Foreign Office, Edward Grey, dijo: «Las lámparas se apagan en toda Europa. No volveremos a verlas encendidas antes de morir». La autobiografía de Stefan Zweig, publicada en 1944, dos años después del suicidio del escritor, se titula significativamente El mundo de ayer, culminación de su larga y permanente reflexión sobre el final de una época en la que «ninguna crisis parecía tan importante como para romper el orden de nuestras vidas». Karl Kraus escribió su sátira Los últimos días de la humanidad con el alma cargada de amarga ironía.

Pero, ¿hubo una verdadera Belle Époque? Al acudir a las páginas de El hombre sin atributos, la gran novela inacabada que Robert Musil empezó a escribir en 1930, se asiste a la descomposición social del Imperio austro-húngaro, apenas encubierta por el oropel de la corte de Viena. Aunque fuese descrita con posterioridad a la época en que discurre el relato, la existencia de Ulrich, protagonista de la historia, equivale a la parábola de una época con fecha de caducidad.

Atisbo de otra matanza

Cuando Thomas Mann empezó en 1912 La montaña mágica era consciente de que las termitas de la decadencia minaban los cimientos de una Europa satisfecha consigo misma, dirigida por una burguesía autocomplaciente y sentada de espaldas a las tensiones sociales. Aun así, en un primer momento se sintió legitimado para apoyar la efervescencia nacionalista en la Alemania movilizada y agitada por un belicismo irrefrenable. Hoy, al leer la última frase de su gran novela, surge la duda acerca del significado que le quiso dar cuando se publicó en 1924: «¿Será posible que de esa bacanal de la muerte, que también de esta abominable fiebre sin medida que incendia el cielo lluvioso del crepúsculo, surja alguna vez el amor?». Diríase que al escritor le invadió el pesimismo al vislumbrar hacia dónde se encaminaba Europa, condenada de forma irremediable a consumar otra matanza.

Las referencias morales proporcionadas por el siglo XIX largo -desde la Revolución Francesa (1789) hasta la primera guerra mundial (1914-1918)- tuvieron tal consistencia que cuanto siguió a aquel periodo fue una necedad, dejó escrito en sus Memòries el escritor Josep Maria de Sagarra. No se trata de una opinión atribuible solo al talante conservador de un gran autor catalán de la primera mitad del siglo XX, sino más bien a una sensación de vacío compartida por toda una generación, que en un brevísimo espacio de tiempo hubo de pasar de un siglo repleto de certidumbres a años de desolada provisionalidad.

Desde el final de la guerra franco-prusiana (1871) al atentado de Sarajevo, el recurso a las armas fue «un recuerdo histórico o un ejercicio teórico para un futuro indeterminado», señala Eric Hobsbawm, pero de repente se abrieron las puertas de infierno y todo saltó por los aires.

La guerra dejó de ser la política por otros medios y, para una opinión pública horrorizada, se convirtió en una obscenidad injustificable. El antimilitarismo y el pacifismo son hijos en gran medida de aquella época, con la contribución esencial del cine, que dio difusión universal a relatos en los que el nacionalismo de los fusiles y la arenga de los generales no resisten la prueba del fuego real en el campo de batalla. La versión de Lewis Milestone de Sin novedad en el frente (1930) y la Frank Borzage de Adiós a las armas (1932) situaron al espectador medio, sin mayores inquietudes políticas que sobrevivir a los efectos de la gran depresión, ante la realidad de la guerra como desastre absoluto. Los uniformes dejaron de tener el brillo de los desfiles y quedaron embadurnados para siempre con el barro de las trincheras.

Al estrenarse Senderos de gloria, de Stanley Kubrik, 40 años después del armisticio de 1918, persistía la euforia por el desenlace de la segunda guerra mundial. Pero la adaptación de la novela de Humphrey Cobb enlazó directamente con el mensaje contenido en las de Ernest Hemingway y Erich Maria Remarque, y con las matanzas históricas provocadas por la impericia de los generales franceses. La obcecación de estos, que ordenan un ataque suicida, y el fusilamiento de soldados después de fracasar la operación, se inspira en un hecho real ocurrido en febrero de 1915 en la unidad que mandaba el general Géraud Réveilhac, pero también en la ofensiva sin sentido conocida como batalla del Chemin de Dames (16 de abril de 1917), ordenada por el general Robert Georges Nivelle, que costó 350.000 muertos. Testigos de la carnicería servida por Kubrik, los espectadores salían de los cines convencidos de que la guerra no es más que un matadero.

Reconstrucción imposible

En cambio, los comandantes alemanes que en 1918 regresaron a casa con la rendición a cuestas, intentaron vender la derrota como algo semejante a una victoria del espíritu alemán. En la recién publicada traducción española de la tetralogía Noviembre de 1918, de Alfred Döblin, el autor de la extraordinaria Berlin Alexanderplatz, recogió ese intento de manipular el desenlace de la guerra a despecho del final trágico de millones de jóvenes en los campos de batalla, de los padecimientos y la muerte entre la población civil, de los mutilados condenados a vivir sin esperanza y de la miseria sembrada por la contienda. Döblin fue médico en el Ejército imperial austriaco y sabía que tras la fachada de la paz restaurada de 1918 se escondía la verdad de un mundo destruido a cañonazos que era imposible reconstruir.

Hoy, al ver War horse (2011), la aproximación a la primera guerra mundial de Steven Spielberg, es inevitable preguntarse si es posible almibarar el relato de aquella guerra con unas gotas de esperanza o si, al hacerlo, se desdibuja la realidad de aquellos días. Acaso el impacto que la batalla tuvo en la conciencia y la cultura europeas está más cerca de la huida enloquecida del caballo en plena noche, a través de campos de trincheras cruzados por alambres de espino que le laceran el cuerpo, que del feliz regreso a casa del protagonista en el último fotograma. H