testigo directo

Cuando el techo del mundo se vino abajo

El terremoto de Nepal pilló al montañero Ferran Latorre en el Himalaya. Solo le faltan cuatro 'ochomiles' para coronar las 14 cumbres del planeta. El Makalu debía ser el número 11, pero cuando estaba a casi 5.700 metros la tierra tembló. La tragedia en el país que Latorre considera su segunda casa ha provocado miles de muertos. El montañero relata aquí su testimonio vía telefónica y pide ayuda para un pueblo en alerta humanitaria.

el día después.Un helicóptero evacua a heridos del Everest,el 26 de abril. A la izquierda, Núria Picas y Ferran Latorre (autor de este artículo),en el campo base de Makalu.

el día después.Un helicóptero evacua a heridos del Everest,el 26 de abril. A la izquierda, Núria Picas y Ferran Latorre (autor de este artículo),en el campo base de Makalu.

FERRAN LATORRE

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Los tres días después de haber vivido la primera de las réplicas y la más fuerte han sido de auténtico gabinete de crisis. Uno puede comprobar el estado de tensión de la gente por cómo reaccionan, una vez ha pasado el momento crítico. Esta es, de hecho, la situación en la que me encuentro.

Acabamos de bajar del campo base avanzado, a 5.680 metros de altura, y ahora nos encontramos en el campo base bajo, a 4.840. Y la gente, en cierta medida, vuelve a sonreír. Se viven algunos momentos de cierta distensión después de lo que hemos vivido en los últimos días: es una reacción vital completamente comprensible, como la del tapón de cava que explota después de meses de presión. De alguna manera, el campo base avanzado ha sido como el despacho oval en plena crisis de los misiles de Cuba: una prisión de 24 horas sin escapatoria.

Durante estos días hemos pasado por todos los estados anímicos posibles. Las constantes conversaciones con el resto de grupos, las negociaciones y la toma de decisiones, el compromiso de las responsabilidades a esta altura y en estas condiciones me han absorbido toda la energía. Objetivamente han sido tres días, pero yo los he vivido como si hubiera pasado un mes entero.

Recuerdo el momento en que comenzó todo, el sábado pasado. A las doce del mediodía, Núria Picas y yo estábamos en la tienda de comunicaciones con otros compañeros. Sentí un cierto mareo. Durante los primeros segundos pensé que era una respuesta de mi cuerpo a la altura, ya que llevaba menos de 24 horas en el campo base avanzado. La reacción de mis compañeros me hizo entender que se trataba de un terremoto.

Hasta entonces había vivido solo dos experiencias de seísmos leves en mi vida, en el campo base del Cho Oyu y en el parque de Yosemite, en California. Suficiente para reconocer los síntomas.

 

Mis compañeros y yo salimos fuera enseguida. Pudimos constatar que todo el mundo hacía lo mismo. La gente, atónita, observaba cómo caían grandes bloques de piedra y hielo por todas partes. Un minuto después todo se había acabado.

Si he de ser sincero, durante aquellos primeros instantes no fui consciente de las consecuencias de todo aquello. Más bien lo veía como una anécdota divertida para explicar. Nunca había vivido un cataclismo natural de semejantes dimensiones.

No fue hasta que bajé al campo uno y me encontré con mis compañeros Hans y Günter que por fin me di cuenta de la magnitud de la tragedia y de su extensión al resto del país. A los dos escaladores austriacos les había ido de muy poco. Me aseguraron que mientras ascendían por la pendiente de hielo, esta se iba agrietando como si se tratara de un lago helado, mientras los bloques de hielo les caían a un lado y a otro desde lo alto de la montaña.

A partir de aquel momento, las noticias se fueron sucediendo a través de la radio y de internet. Cada comunicado suponía un golpe más en la espiral del drama en la que se encontraba inmerso el país. Pero ni siquiera así, un día después, todavía no nos hacíamos a la idea de lo que había supuesto aquella catástrofe natural. En el campo base, los diferentes grupos todavía mantenían la idea de seguir adelante con sus expediciones.

Aquella posibilidad, sin embargo, se fue esfumando rápidamente. Los nepalís de nuestro grupo pudieron contactar por fin con sus familiares gracias a nuestro teléfono por satélite y las noticias directas comenzaron a ser demasiado contundentes como para ignorarlas. Aunque entre las personas más próximas no había habido víctimas directas, todos nos explicaban que estaban viviendo al aire libre y que el recuento de fallecidos no paraba de aumentar.

La mañana del lunes 27 se organizó una reunión de urgencia entre todos los líderes de los grupos. Entonces ya se planteó la posibilidad de abandonar. Sin embargo, no quisimos precipitarnos. Acordamos esperar a tener más información y pospusimos la decisión un día más.

Durante la tarde todo fue un ir y venir de reuniones colaterales, los cambios de impresiones, las consultas, la confirmación de algunos rumores y la negación de otros, pero sobre todo fue el momento en que comenzamos a asumir tácitamente, o más bien a tomar conciencia paulatinamente, de que todo aquella catástrofe nos comenzaba a sobrepasar.

En un primer momento pensamos que lo mejor sería que los nepalís decidiesen qué hacer. Nosotros aceptaríamos su decisión. Por su parte la posición parecía clara: todos querían volver con sus familias. Sin embargo, enseguida nos dimos cuenta de que los occidentales también debíamos asumir la responsabilidad de la decisión y no dejarla exclusivamente en sus manos. En el fondo, a todos nos costaba afrontar una idea que en nuestro subconsciente se había ido convirtiendo en un hecho, en un proceso con diferentes fases y por aproximación.

La reunión del martes 28 de abril sirvió para confirmar la posición de todos los grupos. A excepción de cuatro escaladores, todos los demás decidimos volver a casa, en sintonía con la postura que habían tomado el resto de expediciones que se encontraban en el Himalaya.

Los discursos de todos los líderes fueron muy sentidos, emocionantes. Incluso los de aquellos que se querían quedar en la montaña. El ambiente general era de decepción. Por dos razones. Primero, por la situación del país y de los nepalís del campo base. Después, por el proyecto fallido que cada uno asumía, como consecuencia de abortar las expediciones.

Cada uno arrastraba su propia historia, así como sus propias inversiones de tiempo, de esfuerzo personal y económico. Pero al mismo tiempo todo el mundo asumía que nuestro caso era anecdótico e insignificante al lado de la catástrofe humanitaria que vivía nuestro país amigo.

Solo queda volver a Katmandú y ver con qué nos encontramos. Todo el mundo tiene una predisposición a ayudar, a dar un poco más de sí mismos, aunque no tenemos experiencia ni hemos conocido un precedente parecido a una catástrofe como esta, así que tampoco podemos asegurar que seremos de una utilidad práctica y concreta.

Como mínimo,yo iré a visitar el orfanato que patrocinamos a través de la Fundació Muntanyencs per L'Himalaya, de la cual soy patrón fundador junto a Edurne Pasaban y Sebastián Álvaro, entre otros, y que fue impulsada y liderada por nuestro querido Oriol Ribas. Aprovecharé, como cada año, para visitar a Sonam, el niño que Marga Sala, Pilarín Bayés y yo apadrinamos desde hace 10 años.

Así que si los lectores de EL PERIÓDICO también quieren ayudar al Nepal en estos momentos les propongo que lo canalicen a través de nuestra fundación (www.mount4himal.com). Nosotros lo seguiremos haciendo, y ahora más que nunca. La diosa Makalu tendrá que esperar. 

Transcripción: Eva Melús.