La carrera hacia la Casa Blanca
Clinton acude al rescate
Si algo ilustra la necesidad de Barack Obama para convencer al país de que sus políticas económicas merecen otros cuatro años más es la elección de Bill Clinton para que ofreciera ayer el discurso estelar de la segunda jornada de la convención demócrata. El expresidente es el último artífice de aquella añorada economía boyante, con mayúsculos superávits, niveles de desempleo casi testimoniales y una relación idílica con los tiburones de las altas finanzas. Pero la llamada de auxilio comporta sus riesgos porque Clinton es una espada de doble filo, una personalidad ingobernable.
La relación entre ambos es cuanto menos complicada. Cuatro años atrás, durante las primarias que enfrentaron a Obama y Hillary, Clinton fue el perro de presa que salía a morder en defensa de su mujer cuando la ocasión lo requería. Pero los intereses comunes han ido diluyendo la mala sangre de aquella batalla épica para dar paso a una sociedad puntual y sin gran sintonía emocional, pero lo suficientemente productiva. Obama le llama de vez en cuando para pedirle consejo y Clinton acude a recaudar fondos con sus amigos de Wall Street o escoltarle en un acto importante de campaña cuando lo necesita.
En palabras del reverendo Jesse Jackson, es una relación de «altos y bajos, aunque seguramente no se llaman para ver un partido de béisbol juntos». En lo personal son seguramente demasiado distintos, aunque provienen de estados relativamente remotos (Arkansas y Hawái) y crecieron sin conocer a sus padres biológicos. Obama es insular e introvertido, alguien capaz de pasarse horas en una habitación viendo deportes a solas en la ESPN, una persona con no demasiados amigos íntimos. Clinton es todo lo contrario. Le gusta la gente, la comida basura hasta que sus graves problemas cardiacos le obligaron a hacerse vegetariano y desprende una química contagiosa.
Pero políticamente son animales afines. Comparten pragmatismo y una oratoria brillante, además de un credo económico similar, por más que Clinton sea más liberal y Obama más populista, al menos en el envoltorio. La designación de Hillary como secretaria de Estado ayudó seguramente a mitigar la desconfianza y el resquemor gestado en las primarias del 2008, como también debió hacerlo que Obama escogiera a muchos de los cerebros económicos de la Administración de Clinton para sacar al país de la crisis.
VANIDAD / Pero el antiguo gobernador de Arkansas, tan popular como su mujer en las encuestas, seguramente la figura más valorada por los estadounidenses de la Administración de Obama, no siempre cumple con el guión que le gustaría al presidente. Su espíritu indomable y su vanidad han causado al presidente algunos disgustos durante la campaña.
No dudó por ejemplo en definir la carrera de Mitt Romney al frente de Bain Capital como «extraordinaria» o de cuestionar la estrategia de la campaña de Obama cuando más insistía en presentar al republicano como un capitalista carroñero dedicado a exprimir empresas para beneficio de los accionistas de Bain. También cuestionó las intenciones del presidente de dejar que expiren los recortes de impuestos de Bush para las familias con ingresos superiores a 250.000 dólares anuales, aunque más tarde se retractó.
Clinton va siempre a la suya. De hecho, no se esperaba ayer que mandara su discurso a los asesores de Obama hasta poco antes de pronunciarlo, cuando normalmente todas las intervenciones son revisadas meticulosamente con horas o días de antelación.
Pero sigue siendo un activo de valor incalculable para los demócratas. La prueba es que ha desplazado al vicepresidente Joe Biden como protagonista de la jornada previa al discurso de aceptación del presidente. Biden hablará el jueves antes de Obama. Quien no estará en el cónclave es Hillary Clinton que, cumpliendo con el protocolo de la secretaría de Estado, ha decidido seguir con su trabajo para no parecer partidista.
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