LA REFORMA INMIGRATORIA EN EEUU

Colapso en los juzgados

Ezequiel Monterroso espera la llegada de su abogada, en el tribunal de inmigración de Virginia.

Ezequiel Monterroso espera la llegada de su abogada, en el tribunal de inmigración de Virginia. / RICARDO MIR DE FRANCIA

RICARDO MIR DE FRANCIA / ARLINGTON

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En los juzgados de inmigración de Virginia, la segunda planta de un edificio que es una oda al feísmo burocrático, Ezequiel Monterroso espera la llegada de su abogada. Dice no estar nervioso, aunque su pie repica en el suelo tan frenéticamente como las teclas de un taquígrafo. Hace un año que Ezequiel se despidió de sus padres en Guatemala. En solo dos días, atravesó México subido a los trenes de carga y, con la ayuda de un coyote, cruzó a pie el río Grande que ejerce de frontera con EEUU junto a otras 15 personas. Ya en Tejas caminaron otras dos horas hasta llegar a una casa franca. Estaban comiendo cuando llegó la policía. Alguien les había delatado.

Ezequiel forma parte de esa estadística aterradora de menores, la mayoría centroamericanos, que han llegado solos a EEUU en los dos últimos años, desbordando la capacidad del sistema inmigratorio y desatando una crisis humanitaria. «Yo me vine porque mi familia no tiene dinero. Somos cinco hermanos y mis papás solo podían pagar los estudios de los mayores. Quiero ayudarles», dice el chaval de 17 años. Ezequiel ha tenido suerte. Tras pasar tres semanas en un centro tejano de detención de menores, lo reclamaron sus tíos y pudo reunirse con ellos en Virginia. Ellos también le pagaron los 5.000 dólares que debía al coyote.

DETENIDOS EN LA FRONTERA

No es necesariamente la norma. De los casi 370.000 inmigrantes deportados el año pasado, casi dos tercios fueron arrestados en la frontera. El resto fue detenido en el país tras cometer algún crimen o caer en un control de tráfico o una redada en el trabajo. Pero muy a menudo, los procesos judiciales tardan años en cerrarse.

Los tribunales inmigratorios --hay 59 en todo el país-- están totalmente saturados. En el juzgado de Arlington, el juez de menores John Bryant tiene para hoy una lista de 71 casos; el juez Owen llega a los 80. Las audiencias se despachan a un ritmo vertiginoso. Una dura 10 minutos, otra dos, otra cuatro. «Es como dilucidar casos de pena de muerte en un juzgado de tráfico», según resumió la situación un juez en una audiencia ante el Congreso. «No hay suficiente tiempo para pensar».

ENORME HUMANIDAD

En la sala del juez Bryant hoy son todo vistas preliminares. No habrá deportaciones. Pero Ezequiel está inquieto. Siente que, desde que llegó, ha malgastado el tiempo. Dejó el instituto a los dos meses y apenas ha trabajado. No sabe cómo defenderá su posición ante el juez. La suerte es que le ha tocado uno de una enorme humanidad. Bryant recurre a la empatía para quitarle el susto a los chavales. Algunos no hablan inglés ni tienen abogado. «El inglés es una lengua imposible de aprender. Tenemos palabras con tres significados», le dice a uno. «He oído que eres un genio, todo sobresalientes, ¿verdad?», le dice a otro.

Ha llegado el turno de Ezequiel. «Su caso comenzó en Tejas, ¿cómo le fue?», dice Bryant. «Más o menos», contesta el chaval. «Los jueces allí son buenos, pero yo soy mejor», bromea el magistrado antes de preguntarle si es bueno jugando al fútbol. En menos de cinco minutos, está fuera de la sala con una sonrisa de oreja a oreja. La próxima vista no será hasta marzo. «Ahorita pienso estudiar, y así llegaré a la otra corte con un buen inglés. Seguro que me irá mejor», dice Ezequiel como un pajarillo que se siente nuevamente libre.