EL GIGANTE LATINOAMERICANO CON PIES DE BARRO

Brasil sale de la anestesia

Un niño juega con un balón en la favela de Santa Luzia, en Brasilia.

Un niño juega con un balón en la favela de Santa Luzia, en Brasilia.

EDUARDO SOTOS
RÍO DE JANEIRO

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Alegría, optimismo y, como su propia bandera indica, fe en el progreso. Estas eran hasta hace poco las palabras que mejor definían a Brasil, el gigante latinoamericano en pleno despegue. Un país que en el 2007 pareció tocar el cielo cuando un eufórico Lula anunció, como si fuera la solución a todos los males, que Brasil acogería el Mundial de fútbol del 2014. Dos años después cayeron los Juegos Olímpicos para el 2016. Hoy, en vísperas del inicio de «la Copa de las Copas», como lo ha bautizado su sucesora en la presidencia, Dilma Rousseff, los adjetivos que mejor resumen el sentimiento de los 198 millones de brasileños son: decepción, pesimismo e indignación.

Multitudinarias manifestaciones, huelgas a diario, precios por las nubes y un acentuado recrudecimiento de la violencia han despertado a muchos brasileños del sueño que una década de continuos éxitos sociales y económicos había generado. La anestesia inoculada por el carismático Lula desde el 2003 hasta el 2010, y continuada por Dilma Rousseff, parece haberse acabado. El dolor que aflige hoy a los brasileños denota que la enfermedad jamás desapareció. Pero lo peor es que posiblemente se haya perdido la oportunidad de acabar de una vez por todas con los males crónicos de Brasil.

Los más de 3.000 millones de euros que ha costado la organización del Mundial, de los que el 94% ha salido directamente de los bolsillos de los contribuyentes, han sido la chispa que ha prendido la mecha del estallido social. Con siete años para llevar a cabo todos los proyectos, la rabia se apodera de los brasileños al repasar la innumerable lista de «elefantes blancos» que dejará el macroacontecimiento de la FIFA: los estadios de Manaos y Brasilia, ciudades en las que no hay equipos de primera división, el tren de alta velocidad que jamás circulará entre Sao Paulo y Río de Janeiro, los aeropuertos

inacabados en ciudades sin turismo y un largo etcétera. «Si Brasil no llega a tiempo para el Mundial me vuelvo nadando a África», espetó en el 2010 un confiado Lula en el Mundial de Sudáfrica. Ahora el gestor del «milagro brasileño» esconde la cabeza mientras que Dilma Rousseff aguanta el tipo ante la prensa, inaugurando a toda prisa obras inacabadas.

Un estudio divulgado recientemente por el periodista brasileño Rodrigo Prada revela que en el momento en que la pelota ruede por primera vez en el Mundial, el próximo jueves, solo el 45% de los proyectos de infraestructuras prometidos por Lula estarán acabados. Habrá que esperar hasta el 2017 para llegar al 100%. El 80% de los proyectos sociales sencillamente han

desaparecido de la lista. La situación es tan lamentable que el exbarcelonista y miembro del comité organizador del Mundial, Ronaldo, declaró la semana pasada: «Me siento avergonzado porque mi país, el país que amo, está dando un imagen penosa al exterior. Solo tenemos atrasos, es una lástima».

Pero por muy vergonzoso que pueda resultar el despilfarro y la mala gestión del Mundial, la preocupación real de los brasileños está en el día a día. Con un crecimiento del PIB de apenas el 0,9% en el 2013 (que, no obstante, equivale a un acumulado del 2,3% respecto al 2012) y una previsión del 1,5% para este año, según datos del Banco Central de Brasil, muy atrás quedan crecimientos espectaculares como el 7,5% del 2010.

A pesar de ser la séptima economía mundial, Brasil ha pasado de ser el alumno modelo al último de la clase de las potencias emergentes o Brics. Ya en septiembre del 2013, la prestigiosa revista The Economist publicaba un contundente reportaje de 14 páginas en el que alertaba de la excesiva dependencia de la venta de materias primas o productos básicosde la escalada inflacionista y del fracaso del intevencionismo sobre el consumo interno. La portada que acompañaba el artículo no podía ser más significativa. Si en el 2009 publicaba una imagen del Cristo Redentor despegando, en alusión al despegue de la economía brasileña, la nueva portada ilustraba un Cristo Redentor como un cohete que ha perdido el control y a punto de estrellarse.

Una metáfora perfecta de la sensación que infunde Brasil en los mercados financieros y entre los propios brasileños. Solamente en un año, los habitantes de la mayor economía de Sudamérica han visto cómo su mayor magnate, el empresario carioca Eike Batista, se arruinaba, y cómo la petrolera estatal, Petrobas, pasaba de ser la mayor compañía de Latinoamérica a encabezar pérdidas millonarias y convertirse en un quebradero de cabeza para Rousseff.

LA ESPECULACIÓN / El menor crecimiento, los procesos de especulación asociados a los macroacontecimientos deportivos y una de las peores inflaciones de Latinoamérica, solo superada por Venezuela y Argentina, están ahogando a los brasileños, que apenas logran llegar a fin de mes. Desde enero del 2011, momento en que Rousseff tomó el relevo de Lula, el índice de precios al consumo (IPC) ha avanzado el 22%. Es decir, cada uno de los tres años del Gobierno de Dilma la inflación ha consumido una media del 6% de la renta de la población.

Si bien las políticas asistencialistas de Lula y Rousseff sacaron a 40 millones de brasileños de la pobreza extrema, la situación actual de pérdida de poder adquisitivo está estrangulando a la emergente clase media, que no puede hacer frente a la continua alza de precios. Los programas como Bolsa familia, buque insignia del Partido de los Trabajadores que garantiza una prestación de entre 20 y 150 euros a aquellas familias con rentas inferiores a 120 euros por persona y mes, comienzan a levantar ampollas.  Y son precisamente los 40 millones de nuevos ciudadanos de clase C (clase trabajadora) que han dejado de recibir subsidios, los primeros en criticar estas políticas. «Ya no se trata solo de la clase media que tira del carro y se queja por los impuestos. Estos ciudadanos sienten que ahora pagan sus impuestos y solo otros se benefician. Ya no se sienten representados por el programa», afirma el analista Marcos Coimbra al diario Estadao.

El tiempo se acaba para Rousseff.  Con las calles rugiendo y la economía dando muestras de fatiga, los 47 millones de votantes que le dieron su confianza en el 2010 no ocultan su desespero. En octubre, el país acudirá de nuevo en las urnas y a estas alturas parece que solo un éxito de la selección en el Mundial puede arrojar una luz de esperanza en un pueblo al que se le han quitado las ganas de sonreír.