LA DIFÍCIL PACIFICACIÓN DE AFGANISTÁN

La batalla de Kandahar

Cuatro militares canadienses relatan a EL PERIÓDICO las dificultades de combatir a los rebeldes en el mismo desierto del sur de Afganistán de donde surgieron los talibanes en los años 90.

MARC MARGINEDAS / AGUSTÍN CATALÁN

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Varias veces al día, los soldados del primer batallón del Real Regimiento Canadiense recorren a pie el kilómetro que separa las bases de Ballpeen y Patricia, a ambos extremos de la población de Nakhonay. Y pese a que, a estas alturas, muchos podrían hacer la ruta con los ojos cerrados, en cuanto salen del cuartel, deben cumplir un farragoso ritual, consistente en enfundarse en un chaleco antibalas, poner al frente de la comitiva a un perro rastreador y sobre todo, de camino, cubrir con un hombre armado cada callejón, cada sendero desde el que pudiera surgir un rebelde. Esto es el valle de Panjwaj, lugar que vio nacer a los talibanes en 1994, plataforma desde la que conquistaron después el país y escenario, ahora, de la más relevante batalla entre las tropas de la ISAF y la insurgencia tras el inicio de la guerra.

John Carr SARGENTO

"Hoy no quiero que haya jodidos burros" (-bomba)

El sargento Carr lleva siempre en la cartera una foto de su esposa, que muestra con orgullo a todo aquel que tenga un par de minutos de asueto. Se trata de una mujer rubia y rompedora, de pelo largo y rizado, que le espera de regreso en Canadá, país donde, a diferencia del árido sur afgano en el que se halla ahora, en muchos lugares el mercurio termométrico ni siquiera supera los cero grados.

Carr está de vuelta de todo y ni siquiera se molesta en ocultar el hastío que siente hacia el desierto y sus habitantes. Cuando sale a patrullar en Nakhonay, prefiere asumir las tareas de seguridad de los soldados, y deja para otros compañeros menos quemados --y más provistos de dotes diplomáticas-- las tediosas gestiones con los lugareños para elaborar censos de casas, hacerse una idea del grado de penetración de los talibanes en la localidad y explicar con paciencia y mano izquierda los beneficios --hospitales, carreteras-- que los extranjeros han traído a la región con el fin de ganar adeptos. «Al principio, hablaba y negociaba con los locales; pero ahora ya no; hablan en círculos, y estoy cansado de que cuando pregunte, obtenga las mismas respuestas», se justifica.

Carr cumple con rigor su trabajo de controlar todo lo que sucede en el universo inmediato de la patrulla que dirige. Da órdenes por radio a sus hombres para que no dejen huecos sin cubrir, y sospecha de todo aquel que se aproxima, en especial de esos niños minusválidos que parecen pasear distraídamente y que podrían estar contabilizando el número de soldados de la patrulla para luego informar a los insurgentes.

Observa con detenimiento los movimientos de los civiles que se aproximan, cualquiera de ellos candidato a llevar asido un cinturón de explosivos y hacerse estallar ante alguno de los hombres bajo su mando. «¡Today, no fucking donkeys!» («Hoy no quiero que haya jodidos burros»), increpa a un lugareño a través de uno de sus traductores. El suboficial se refería a un reciente episodio en el que algunos militares canadienses resultaron heridos cuando un civil, a lomos de un pollino, se hizo estallar junto a una patrulla. Del animal quedaron cabeza y vísceras.

A diferencia de los veinteañeros y musculados soldados a sus órdenes, la cintura del cuarentón Carr está ya cubierta por una considerable capa de grasa, producto de la diferencia de edad. Tal circunstancia no le impide predicar con el ejemplo y, mientras monta guardia, se posiciona en plena solana, hincando la rodilla en la arena y dando instrucciones a sus hombres en la sombra.

Marc Prud'homme CABO MAYOR

"Nunca ves a un francotirador hasta que ha disparado". Como la mayoría de los militares canadienses francófonos originarios de la provincia de Québec, el cabo mayor Marc Prud¿homme no consigue cuando habla en inglés, pronunciar las haches aspiradas a principio de palabra. "Around seven or eight  hundred metres", (Unos 700 u 800 metros), subraya, al estimar la distancia desde la que disparó, con un kalashnikov, hace ya semana y media, un francotirador talibán contra un soldado de su país que estaba descansando junto a un muro de adobe.

Pese a hablar a la perfección y con un marcado acento americano la lengua de Shakespeare, Prud'homme no logra, en ningún momento de su plática, que se oyera la primera letra de la palabra inglesa hundred.

En cualquier conflicto armado, los francotiradores constituyen una de las amenazas más temidas por cualquier contingente ocupante. Los soldados nunca saben cuando éstos aparecerán y atacarán, y ese elemento de incertidumbre genera grandes dosis de estrés en los soldados. "Nunca los ves hasta que ya han disparado", apunta Prud'homme, una circunstancia que obliga a los canadienses a estar en alerta permanente en cuanto abandonan sus bases. Eso sí, como reconoce este militar de elevada estatura, barba pelirroja, piernas poderosas y recias y aspecto de leñador, una vez un tirador de élite ha efectuado el primer disparo, es fácil neutralizarlo.

Aunque Prud'homme no tiene reparos en admitir que la insurgencia cuenta con hombres especialmente entrenados para abatir a soldados de la ISAF desde grandes distancias, sí insiste en que esta forma de combate guerrillero, en esta provincia de Kandahar en la que nos hallamos, aún no ha adquirido las proporciones de la vecina provincia de Helmand, otro de los reductos talibanes en el sur de Afganistán. Los francotiradores allí actúan con mucha mayor frecuencia e impunidad contra los soldados.

Ahora que la mayoría de los combatientes islamistas han abandonado la región y se han dirigido a Pakistán a pasar el invierno, "la principal amenaza para el contingente son los IEDs" (siglas en inglés para designar un Artefacto Explosivo Improvisado, es decir, una mina artesanal). "El peligro de los IED es aún muy elevado", indica. Para demostrarlo, señala un enorme montículo de arena, a unos 300 metros del lugar donde se encuentra, en el que recientemente fue plantada una mina artesanal que causó un enorme estruendo y grandes daños en el momento en el que estalló en mil pedazos.

Chad Thain CAPITÁN

"Un control de ruta deja de ser efectivo a los 15 minutos".De estatura media, complexión robusta, desbordando autoconfianza, y fe ciega en su trabajo... A diferencia de algunos de sus compañeros de misión, el capitán Chad Thain, originario de Vancouver, se muestra pletórico y lleno de energía en el desierto kandaharí, en especial cuando se halla al mando de su unidad de instructores militares encargada de entrenar a miembros de las fuerzas de seguridad afganas e incrementar sus capacidades para que puedan afrontar por sí mismas a los insurgentes talibanes. Si el Gobierno canadiense cumple finalmente con lo anunciado, en el 2011 habrá retirado a sus 2.800 soldados del distrito de Panjwaj. Y cuando llegue ese momento, la policía y el Ejército afganos deberán estar listos para asumir el principal protagonismo a la hora de contener a la insurgencia aquí, en la cuna talibán.

Pero antes de que ello se haga realidad, uno de los principales desafíos que deben superar los discípulos afganos de Thain es aprender a gestionar con eficacia un control de carreteras, herramienta vital para dificultar el tráfico de armas, impedir el libre movimiento de rebeldes y arrestar a sospechosos. Se trata de interrumpir por sorpresa la circulación en un punto determinado de una ruta durante 10 o 15 minutos -- "no más, porque al cabo de un cuarto de hora, todo el mundo ya sabe de la existencia del control y éste deja de ser efectivo"-- y registrar a conciencia los vehículos de paso, en busca de material para fabricar minas artesanales o trazas de explosivos en las manos.

Salta a la vista que Thain tiene madera de líder, que se siente cómodo dando instrucciones. La presencia de periodistas no le incomoda. Todo lo contrario. "No me saquéis feo", interrumpe. El ejercicio canadiense-afgano se desarrolla sin incidentes, hasta que un policía local, al registrar un tractor, halla petardos en el bolsillo de un adolescente. Los mentores canadienses dejan hacer a los afganos, que cachean al menor y amagan con arrestarle. Thain disiente: "Los petardos no prueban nada; yo le dejaría en paz". Conclusión: aunque la prueba no fue mal del todo, estos bisoños agentes deben aún aprender a discernir qué es lo que constituye una verdadera amenaza.

David Pivato CABO

"Hay que beber agua siempre, incluso sin sed". Hace ya dos horas que el cabo David Pivato abandonó la base de Ballpeen acompañado de una decena de soldados canadienses, y mientras sube y baja pequeñas y agotadoras cuestas de dos metros con un pesado equipamiento militar --en muchos casos gracias a la ayuda de su compañero de delante-- mantiene permanentemente adherida su boca a un tubo conectado a su CamelBak. En esta mochila-cantimplora, guarda la indispensable mezcla de agua fresca y sales minerales, un fluido vital que aspira repetidamente en el transcurso de la patrulla y que le permite mantener el cuerpo con suficientes niveles de agua, pese a exudar sudor por todos sus poros y pese al sol de justicia que, ya desde primera hora de la mañana, se desploma sobre los viñedos próximos a Nakhonay. Como médico, sabe a la perfección que, en esta parte del mundo, durante una larga caminata, hay que introducir constantemente líquidos en el organismo, incluso si no se tiene sed. "Hay que beber agua todo el rato", aconseja insistentemente a sus compañeros. Los primeros síntomas de deshidratación se perciben en las piernas. Si éstas comienzan a temblar, ello quiere decir que el cuerpo necesita dosis adicionales de fluídos.

El cabo Pivato, de treinta y tantos años, más conocido por el apodo de doc, está a punto de ser padre, pero no por ello da síntomas de cansancio o contempla la posibilidad de abandonar el Ejército. A veces se lamenta de su trabajo: "¡Mi trabajo es maravilloso, acarrear 100 libras a la espalda por estos viñedos!", llega a ironizar mientras sube y baja pendientes entre viñas. Pero después, reconoce que ha sido en las Fuerzas Armadas de su país donde ha conseguido darle un sentido a su vida.

Han transcurrido seis horas, y la patrulla regresa a la base con los hombres agotados y sin energías. Durante el largo paseo, hay quien ha visto desprenderse de sus botas la suela y ha tenido que pedir ayuda al cabo Pivato para cerrar la abertura con cinta americana. Otros se han quejado de que su calzado se llenaba de barro. Con el puesto militar ya a la vista, alguien comenta, divertido: "Han sido tres kilómetros, pero ¿a que parecen muchos más?".