retrato de uno de los países más pobres del mundo

Bangladés, vidas pendientes de un hilo

Se cumple un año del hundimiento del Rana Plaza de Bangladés, el gigantesco edificio que alojaba talleres textiles para marcas internacionales. Hubo 1.138 muertos, terrible cifra que puso en evidencia las infrahumanas condiciones de trabajo. Las indemnizaciones llegan con cuentagotas, pero lo que para Occidente es execrable, para muchos bangladesís es el único tren laboral.

Dos chicos trabajancon sendas máquinas de coser, en uno de los talleres de Dacca, la capital de Bangladés.

Dos chicos trabajancon sendas máquinas de coser, en uno de los talleres de Dacca, la capital de Bangladés.

ALFREDO CASAS

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Lo más barato siempre viene de lejos. Taiwán, Vietnam, Camboya o Bangladés, lugares que suenan por alguna guerra, un libro de historia o la marca de nuestra ropa. Eso es, por la marca. Las marcas producen en esos países sus prendas. No solo las grandes, también las medianas, y no solo las europeas o norteamericanas sino también las de países menos desarrollados. Cuesta menos cruzar el océano con un barco lleno de tela y llevarla hasta la otra punta del mundo para que la cosan, que confeccionar las piezas a nivel local. Para comprobarlo, basta con llamar  a un número de atención al cliente para comprobar un acento muy diferente. Al otro lado de la línea todo sale más barato, hasta los sueldos de esos trabajadores, y eso es algo que saben muy bien las multinacionales. Pero, más allá del plano económico, es difícil obviar la calidad de vida de esos empleados.

Hace exactamente un año quedó tristemente claro que en el sector textil de Bangladés el coste ya nunca podrá ser menor que el beneficio: 1.138 muertos y más de 2.000 heridos han dejado mella en la historia de la industria. Fue una de las peores tragedias y volvió a poner a este pequeño y superpoblado país en los titulares y en las conciencias.

Faruk levanta sus ojos asustados, pero rápidamente escurre la mirada hacia una máquina de coser que casi es más alta que él. Asegura que tiene 12 años, pero no parece que pase de los 9. Si se le insiste, admite que tiene alrededor de 10, pero que no lo sabe con seguridad, como la mayoría de gente que proviene de las aldeas y que no tiene una partida de nacimiento.

Conciencia del riesgo

Lleva casi un mes trabajando en un taller textil situado en un edificio de 16 plantas del centro de Dacca, la capital de Bangladés. Trabaja unas 12 horas diarias sin recibir sueldo a cambio, solo comida y un lugar donde dormir dentro del taller en el que también trabaja su madre. Ambos vinieron a la ciudad porque su padre era pescador y, debido a la contaminación, casi no había qué pescar. Tuvieron que emigrar y buscar refugio en el sector textil, como lo hacen la mayoría de personas que emigran del campo a la ciudad.

Durante el primer año, a los aprendices no se les paga, «es su tiempo de entrenamiento», cuenta Mohammed, un joven de 30 años que se identifica como el maestro del taller. Si lo hacen bien, explica, pasan a ganar unos 30 euros al mes. Él sabe que no está bien que muchachos como Faruk estén ahí, pero desde su perspectiva, «esto ya es una ayuda», porque aprendiendo a coser tendrán un oficio. «Son niños que vienen de familias muy pobres o de las aldeas y difícilmente tendrán otra oportunidad», anota.

Mohammed y otros compañeros admiten ser consientes de los riesgos y de tener miedo tras lo sucedido en el Rana Plaza, pero imploran que la demanda no deje de llegar a Bangladés. Si los occidentales llevan el negocio a otros países, dice, «moriríamos de hambre». Y añade: «Nosotros no queremos estar aquí, pero somos pobres y esto difícilmente cambiará; confiamos en que los europeos se impliquen invirtiendo y que controlen el negocio desde aquí».

 

Hiperpoblado y muy pobre

Es una realidad odiosa, pero es su realidad. Bangladés es uno de los países más poblados del mundo -con una densidad de 1,136 habitantes por kilómetro cuadrado- y a su vez uno de los más pobres. Sin embargo, en los últimos 20 años ha pasado de tener una tasa de pobreza del 57% al 31% en la actualidad. Y la industria textil ha jugado un papel importante en esa mejora, absorbiendo a un gran número de campesinos que emigran a la ciudad, un goteo que ha llevado a Dacca a convertirse en una macrourbe con más de 15 millones de habitantes y pocos servicios e infraestructuras para tanta gente.

Es la pescadilla que se muerde la cola. Por una parte, están las penosas condiciones laborales. Por otra, la necesidad del sector textil para el país y sus habitantes. Llevar los pedidos a otros lugares solo reproduciría el modelo en un lugar diferente según las necesidades del mercado del low cost. Y establecer boicots a las marcas que produzcan en Bangladés puede resultar tan perjudicial como las precarias condiciones de estos trabajadores. Sin la posibilidad de un empleo, tendrían que volver a sus aldeas, donde los ingresos serían menores.

Sathy  dice saber de la importancia de estudiar, pero asegura que no estaba en su  destino, ya que no tuvo más opciones que ayudar a su madre y trabajar para  sobrevivir. Sus pensamientos se llenan de recuerdos de las tardes de escuela y  de la afable sociabilidad de su aldea, pero allí no podría más que  mendigar.

El Bangladés rural es aún muy conservador y a menudo la religión y  la cultura cohiben a las mujeres, y sumándolo a la pobreza de su familia, al  cambio climático y a la falta de desarrollo del campo, su realidad no es otra  que emigrar a la ciudad, donde las opciones no dan ni para contarlas con los  dedos de la mano. Hay chicas que trabajan como empleadas domésticas, pero su  sueldo no es mayor a 10 euros al mes, con lo que es imposible sostener a una  familia o llevar una vida digna.

Existen algunas excepciones como las chicas  conductoras de BRAC (Bangladesh Rural Advancement Committee), una de los onegés  más grandes de Bangladés, que en uno de sus programas entrena a mujeres con  pocos recursos para que, rompiendo tabús, se pongan detrás de un volante en vez  de sentarse tras una máquina de cocer. Esta es una iniciativa pionera que ha  llevado a varias chicas a mejorar su calidad de vida, pero es aún un proyecto  pionero en un país que no da cabida a que la mujeres, y en especial las pobres,  rompan barreras culturales.

Lo que los trabajadores del sector textil  reclaman es un cambio de mentalidad de las autoridades, de las empresas  occidentales y de los dueños de los talleres. Bangladés necesita el textil para  desarrollar su economía, por eso Mohammed pide que se les ayude pero que no se  les deje fuera del mercado. Necesitan sindicatos que les protejan, proveedores  que se impliquen y que no solo pasen leves auditorías que no registran ni las  infraestructuras ni las subcontratas a talleres con peores condiciones.