agonía en la reserva

Alerta piel roja

Un indio cheyenne volvió a la reserva para reencontrarse con su madre dos décadas después de que lo diera en adopción. Pero ya nunca pudo marcharse al comprobar la pobreza y el abandono de su pueblo, solo un siglo después de la pacificación del Oeste.

Un tipi, la tienda india, en la reserva de Flathead, en el estado de Montana.

Un tipi, la tienda india, en la reserva de Flathead, en el estado de Montana.

TEXTO Y FOTOS: RICARDO MIR DE FRANCIA

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Cuando las tribus indias vivían fuera de las reservas, los lobos se apostaban en las colinas o se escondían a una distancia prudencial del asentamiento para alertar al pueblo de la llegada de intrusos. Estos días ya no se teme las incursiones de las tribus rivales, de los colonos blancos o de sus ejércitos a caballo. Pero la oscuridad continúa siendo espinosa. En la reserva crow, al sudeste de Montana, el letargo se rompe al acercarse la medianoche. Borrachos y adictos al cristal (metanfetamina) golpean las puertas de las casas pidiendo algún dólar o montan gresca en la calle. Son como caballos desbocados, los muertos vivientes de un pueblo con un pasado honroso que se arrastra a duras penas por el presente.

En algunas tribus, los nombres de los niños siguen saliendo de los sueños y las visiones de sus mayores. De ritos como la danza del sol, el peyote o los baños de sudor que, tras ser prohibidos durante décadas, perduraron en la clandestinidad y viven un incipiente renacimiento. Esos nombres son destellos del pasado y el futuro. Y en el caso de Jonathan Maxwell

Colmillo de Osoun hombre de cabeza pequeña y cuerpo grande, su futuro estaba fuera de la reserva.

De sangre cheyenne, vino al mundo cuando su madre era una adolescente, nada demasiado fuera de lo común en las reservas más pobres, donde se puede ver a chicas de 20 años con tres mocosos agarrados a las faldas. Nació prematuro y su madre, incapaz de costear sus necesidades, lo dio en adopción. Lo adoptaron dos profesores blancos de Miles City, una ciudad de Montana a menos de dos horas de la reserva Norteña Cheyenne donde nació. «Mis padres adoptivos no tardaron en mudarse a la otra punta del estado porque en el pueblo había algunos indios y, cuando me paseaba con el carrito, mi madre tenía miedo de que los indios se me llevaran», cuenta Colmillo de Oso.

Recolocación forzosa

Esa mentalidad, esos miedos y prejuicios, no debían de ser muy diferentes de los que existían hace 125 años, cuando el Ejército estadounidense aplastó a las últimas tribus díscolas y consumó el expolio de sus tierras, la culminación de casi cuatro siglos de conquistas europeas, iniciadas con la llegada de los españoles a América. Un proceso que se aceleró en el siglo XIX. En 1830, bajo la presidencia de Andrew Jackson, el Congreso aprobó la recolocación forzosa de las tribus al oeste del Misisipí. Miles de indios murieron de hambre, frío y enfermedad en las marchas a pie hacia el Oeste, el llamado Sendero de Lágrimas de los cheroquis, choctaw o pawnee.

En 1851 se crearon las primeras reservas, coincidiendo con el apogeo del Destino Manifiesto, la idea de que, por imperativo divino, había que expandir la civilización anglosajona por toda Norteamérica. «A ninguna tribu, que yo sepa, le dieron mejores tierras de las que tenían. Muchas acabaron en lugares polvorientos y abrasadores, con poca agua, sin árboles y escasas oportunidades agrícolas y de caza», explica el experto de la universidad de Michigan Matthew Fletcher. Tribus como los

sioux, cheyenne o apache combatieron hasta la última gota de sangre. Otras se resignaron a la coacción y firmaron sus tratados a cambio de prebendas y dinero.

Con las reservas se acabó el nomadismo y, progresivamente, la autosuficiencia. El tiro de gracia fue la cuasi extinción del búfalo. «Dejémosles que maten, despellejen y vendan el búfalo hasta que sea exterminado», clamó el general Philip Sheridan en 1874, antes de pedir al Congreso que rubricara la política de exterminio en curso de los cazadores profesionales para dejar a los aborígenes sin su modus vivendi. Solo aquel año se mataron 4 millones. El último aliento de la resistencia india suele situarse en 1890. La masacre de 300 sioux en Wounded Knee (Dakota del Sur), la mayoría niños, mujeres y ancianos, completó en gran medida la pacificación del Oeste.

Colmillo de Oso creció sin saber si quiera a qué tribu pertenecía, al ser fruto de una adopción cerrada. Pero todo cambió tras acabar el instituto. Necesitaba encontrar a su familia biológica para inscribirse en la tribu y optar a un beca universitaria. Su hermana adoptiva, una india cheyenne, acababa de mudarse a la reserva para casarse y un día, hurgando en la cartera de su marido, encontró la foto de un niño.

«Mi hermana pensó que el niño era yo cuando en realidad era el abuelo de su marido. El parecido era tan grande que las dos familias empezaron a investigar y acabé encontrando a mi madre. Más que una coincidencia, quiero pensar que fue un milagro», cuenta Colmillo de Oso. Fue entonces cuando hizo la maleta e inició hace ya dos décadas un viaje sin retorno. «El plan inicial era quedarme una semana pero al llegar a Lame Deer se me rompió el corazón», dice refiriéndose a la capital de la reserva Norteña Cheyenne. «Vi inmediatamente la pobreza y la opresión que desprendía. Supe que tenía que quedarme a ayudar a mi gente».

 

La reserva crow está casi pegada a la cheyenne. Es uno de los legados del siglo pasado, cuando las autoridades en Washington optaron por recolocar puerta con puerta a tribus que se odiaban a matar. Los crow cooperaron desde el principio con el Gobierno federal, mientras que los cheyenne lucharon hasta el final por mantener su independencia. «Todavía nos tienen resentimiento, pero lo hicimos por mera supervivencia porque las tribus vecinas siempre trataron de quitarnos la tierra y matarnos», cuenta Joseph Cola de Búfalo, un crow que se gana la vida como mecánico y que sirvió varios años en el Ejército.

Es casi la una de la tarde cuando se sienta a desayunar. Dos salchichas, una lata de Coca-Cola y pan congelado que arranca penosamente de la hogaza con tanta dificultad como si rascara cuarzo de una mina. Su nieta Amy Coyote Viejo mata moscas por la cocina. «Aquí casi todo el mundo depende de las ayudas federales, de los cupones de comida, de pensiones de invalidez...». La dependencia del sistema debienestar es brutal y el que tiene algo de dinero cuida del clan. En su casa viven siete de sus nietos.

Ya nadie vive en tipis en las reservas ni viste las ropas tradicionales. Su urbanismo podría confundirse con el de cualquier pueblo pobre de EEUU. Mucha casa prefabricada, caravanas y un aire de fin del mundo. El problema no es la falta de espacio, sino de viviendas. No es extraño que tres familias compartan una casa de dos habitaciones. Algunas ni siquiera tienen agua. En esas condiciones, los malos tratos y el incesto están a la orden del día. 

La familia es sagrada, como aprendió Colmillo de Oso al llegar a la reserva. En su casa se presenta la parentela a cualquier hora y sin avisar. Vienen a ducharse, a lavar la ropa o a cocinar. «Un día les dije que, por favor, intentaran no venir después de las nueve de la noche. Al enterarse, mi mujer se enfadó, me dijo que era un egoísta». Colmillo de Oso es cheyenne pero está casado con una crow y viven en su reserva. 

No todas las tribus son pobres, pero sí la mayoría. Algunas reservas se asientan sobre lucrativos recursos naturales o viven de los casinos en estados donde el juego está prohibido, aprovechándose así de que son territorios autónomos. Pero en Montana hay casinos hasta en las gasolineras, de modo que en las reservas visitadas solo sirven para entretener y esquilmar a pobres diablos.

Porque no hay mucho más que hacer. Entre los crow, el paro ronda el 50%; entre los cheyenne, el 95%, según el consejo tribal. No hay trabajo y no hay inversiones de fuera. Son páramos económicos en la nación más rica del planeta. «Las empresas no invierten porque no se sienten protegidas jurídicamente», dice el presidente de los cheyenne, Lavando Fisher. Cuando hay un litigio comercial, los tribunales tribales, los únicos con jurisdicción salvo en delitos mayores como el asesinato, tienden a fallar a favor del miembro de la tribu.

Créditos imposibles

A eso habría que añadir que es casi imposible obtener un crédito bancario porque la tierra de las reservas sigue administrada en régimen de fideicomiso por el Gobierno federal. Eso significa que no se pueden avalar los préstamos con una parcela de tierra porque pertenece al Estado. Esos niveles de paro propulsan el alcoholismo, las drogas y la depresión, patologías ampliamente extendidas junto a los suicidios, el abuso infantil y el maltrato a la mujer. Se pasa hambre, hasta el punto de que se está esquilmando la caza. 

La reserva cheyenne tiene gas y carbón, pero sus miembros votaron hace unos años en contra de explotarlos. «Los cheyenne no quieren agujerear la reserva, saben que vendrá el hombre blanco a enseñarles cómo hacer las cosas y tienen malos recuerdos», dice Donna Hurf, la dueña del mayor supermercado de la reserva, casada con un alemán. «Aunque seamos pobres, la tierra nos preocupa más que el dinero». Los crow, en cambio, explotan varias minas de carbón que reparten tres estipendios anuales entre sus miembros de unos 300 euros por cheque. 

A la calamidad económica también contribuye la corrupción endémica en los consejos tribales. No es nada inusual que cuando llega un nuevo presidente cambie a cientos de funcionarios para reemplazarlos por miembros de su familia y de su clan. «Se elige a gente bienintencionada, pero al llegar al poder se acaban comportando como Nerón», dice una fuente que conoce bien los consejos. «Es como si fueran familias reales. Ponen a los suyos y les dan salarios suculentos aunque no estén cualificados». 

En el pasado, los indios educaban a sus hijos con la tradición oral y el ejemplo. Pero también los buenos ejemplos empezaron a escasear a raíz de la traumática experiencia de los llamados internados indios. Desde 1869, el Gobierno federal pagó a distintas órdenes religiosas para que educaran, cristianizaran y asimilaran a los indios. Esos colegios se moldearon a imagen y semejanza de la Escuela Industrial India de Carlisle, en Pensilvania, fundada en 1879 por el militar Richard Henry Pratt. El objetivo, en sus propias palabras, era «matar al indio para salvar al hombre». Una vez reclutados, a los niños se les cortaba la melena, se les ponían uniformes, se les cambiaba el nombre y se les prohibía hablar sus lenguas nativas. Eran poco más que prisiones, gobernadas bajo una férrea disciplina en un clima de abusos físicos y sexuales. Los niños ingresaban a partir de los 5 años y las visitas de los padres estaban muy restringidas. Como lección de disciplina se les dejaba de pie y en fila durante horas y una palabra en lengua nativa se castigaba lavándoles la boca con lejía. 

«Se hicieron cosas horribles para erradicar la identidad y la cultura de los indios. Mi abuela me contó que a su hermano le pegaron hasta la muerte. Pero no podemos estar siempre mirando al pasado. Yo trato de no contarles demasiado a mis hijos», cuenta uno de los cuñados de Colmillo de Oso, que se hizo sacerdote. Más de 100.000 niños pasaron por aquellos internados hasta las reformas de 1975, aunque el grado de sadismo se fue atenuando con el tiempo. «Esa gente volvió a las reservas totalmente confundida y paranoica», apunta Colmillo de Oso. «En la generación de mis abuelos, muchos se hicieron alcohólicos. No tuvieron padres que les quisieran y luego no supieron cómo cuidar de sus hijos». 

Las reservas crow y cheyenne siguen, paradójicamente, llenas de iglesias. Y la batalla por la asimilación continúa. Algunas como la pentecostal sancionan la espiritualidad india como «un rito del diablo», mientras la católica ha optado por el sincretismo. En los cuadros de las estaciones de la cruz de la iglesia crow, son indios quienes la portan. El pulso con los tradicionalistas es continuo. «Si no existieran las reservas nos pasaría como a esos indios asimilados que se han marchado y han perdido nuestros valores y tradiciones», dice Mary Jane Pájaro en Tierra, una trabajadora social. «Los crow hemos conseguido preservar la lengua. A mí la Biblia no me interesa». 

Colmillo de Oso libra su propia batalla contra la desmemoria. Tras trabajar de profesor, abrir un pequeño negocio y dedicarse al activismo, vive del arte solar. Hace cuadros con una lupa. La luz va quemando y ennegreciendo la madera hasta dar vida al boceto original, una técnica que le ha hecho perder la vista en un ojo. De esa forma ha inmortalizado a jefes legendarios como Toro Sentado, Caballo Loco o Pequeño Lobo (su retrato de Obama cuelga del Despacho Oval). «Lo que me hace llorar es que nos hemos rendido, es una deshonra para nuestros ancestros, que lucharon hasta el final», dice en su casa. «Esto es como un tornado y todavía no hemos encontrado la forma de pararlo».