LA CULTURA KAYAN, CONVERTIDA EN NEGOCIO

Condena dorada

Una madre kayan con su hijo vende suvenires en Ban Mai Nai Soi (Tailandia).

Una madre kayan con su hijo vende suvenires en Ban Mai Nai Soi (Tailandia).

MAR JUNCÀS / Ban Mai Nai Soi

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La imagen podría ser la portada de un folleto de agencia de viajes con un título como Tierras lejanas o Asia de ensueño. Sin embargo, detrás del exotismo de las mujeres jirafa y los aros de latón que lucen alrededor del cuello como símbolo de belleza y riqueza se esconde una realidad menos apetecible que la que una fotografía pueda evocar.

En el estado tailandés de Mao Hong Son (noroeste), fronterizo con Birmania, hay tres aldeas que acogen a los refugiados de la etnia de los kayan que han cruzado la frontera. Pero estos no son unos exiliados cualquiera. Ellas, las mujeres kayan, son una mina de oro. El efecto de cuello estirado que se consigue oprimiendo con aros la clavícula hacia abajo y la cavidad de las costillas es una imagen que vale millones.

Nueve aros de bronce

Los kayan son una de las minorías insurrectas que desde hace 42 años luchan contra el régimen birmano por la independencia del estado de Kayah. Como consecuencia de esta guerra, unas 140.000 personas de distintas minorías étnicas birmanas, como los karen -a la que los kayan pertenecen- y los shann, se han visto obligadas a huir a Tailandia. Desde 1990 los refugiados birmanos se han establecido en nueve campos en el norte tailandés. Aunque para los kayan la desgracia del exilio fue menor por la acogida que recibieron. «Dispusieron para nosotros una aldea y dieron educación a los niños», dice Ma Nang, que luce nueve aros de bronce, además de pesadas pulseras en muñecas y tobillos. «Lo que no nos imaginamos es que las concesiones iban a ser a cambio de algo. El Gobierno tailandés pensó en explotar nuestra imagen para el beneficio del turismo», explica la joven.

Ban Mai Nai Soi, una pequeña aldea de unas 25 cabañas de bambú, se abrió al público en 1995 y recibe a unos 10.000 turistas al año, según la organización que se encarga de que cada uno pague seis euros. Una pequeña parte se la llevan las mujeres, además de un sueldo de unos 40 euros por llevar los aros, y también saca tajada el Partido Nacional Progresista Karenni, que lucha por la causa. Para algunos visitantes, como Vanessa Boccaccino, tomar fotos del «zoo humano», como ella lo califica, resulta casi embarazoso. «Parecen contentas, pero es una vida en esclavitud. No pueden quitarse los aros aunque quieran», explica contrariada. «No se los sacan ni para dormir ni para dar a luz. Aunque no, no se les cae la cabeza al suelo si lo hacen», bromea el guía del Gobierno, que explica el peculiar folclore de esta tribu de origen mongol a una docena de turistas boquiabiertos.

Cada día estas mujeres tienen que dejarse fotografiar una y otra vez por visitantes curiosos mientras hacen sus tareas cara al público. Como si de un circo se tratara ellas sonríen, trajinan y comercializan pequeños suvenires. A temprana edad -unos 6 años- y con la ayuda de un especialista se coloca a las niñas los primeros aros, y les irán poniendo más a medida que vayan creciendo. El récord está en 27, y de media las joyas que llevan pesan unos 8 kilos. Aunque solo quedan 120 mujeres kayan en Tailandia y en 12 aldeas birmanas.

«Las mujeres mayores estamos bien aquí. Echamos de menos nuestras casas, pero la guerra no nos permite volver. Pero para algunas jóvenes es como una cárcel, ellas quieren quitarse el latón del cuello y marcharse», explica una mujer de avanzada edad que prefiere no decir su nombre.

Trabas para marcharse

Desde el 2005, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) les ofrece el traslado permanente a EEUU y a Nueva Zelanda. Hasta la fecha unos 40.000 refugiados birmanos se han ido a terceros países, aunque solo unos 200 pertenecen a los kayan. «El Gobierno pone impedimentos para dejarlos marchar», explica Kitty McKensey, del ACNUR. «Pedimos a los turistas que no visiten las aldeas, pues que pierdan su valor es el único modo de que les dejen irse», concluye.

«Hace unos meses solicité que me trasladaran a otro país, pero sigo esperando mientras a otros birmanos que pidieron la oportunidad ya les ha sido concedida», dice Ma Nang. «Yo no quiero llevar ni estos aros, ni estas ropas. Quiero una vida normal como la de las chicas que vienen a vernos. Parecen tan libres», resume la joven, de triste mirada y ojos profundos.

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