CUADERNO DE GASTRONOMÍA Y VINOS

Liebres contra perdices

Mientras que la liebre a la royal sigue presente en la restauración, otras piezas de caza como la perdiz tienden a caer en el olvido, a pesar de su exquisito recetario.

Conseguir un buen guiso de perdiz salvaje requiere tiempo y pericia culinaria.

Conseguir un buen guiso de perdiz salvaje requiere tiempo y pericia culinaria.

MIQUEL SEN

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La imagen de la caza se enturbió con la de campos alfombrados de liebres y perdices, tumbadas en monterías de las que los noticiarios dejaron constancia como una de las muchas habilidades que lucía el general Franco. Quizás esa foto, junto con una idea bucólicamente infantil de la ecología, ha sido la causante de la práctica desaparición de la caza en las cartas de los restaurantes. Con una excepción, la liebre, que en su fórmula más compleja y emblemática, a la royal, es la piedra de toque con la que los cocineros de nivel muestran sus conocimientos del recetario. Conservo dentro del capítulo de papeles dedicados una receta de Joan Roca: Royal de liebre a la Royal, de un barroquismo absolutamente inteligente.

La perdiz no ha tenido tanta suerte culinaria. Conseguir un buen guiso de esta gallinácea salvaje no es algo fácil, porque la mayoría de restaurantes que la preparaban han desaparecido, víctimas en última instancia de los críticos gastronómicos que pasaron del potito a la espuma de humo sin saber en qué consistía una perdiz a la moda de Alcántara, o sencillamente, a la catalana.

Parte de culpa la tiene también la costumbre de llenar los cotos de perdices de voladeras, aves atontadas, definidas por Néstor Lújan, con la lucidez que le daba el whisky del mediodía, como pájaros empollados bajo el culo de una payesa. Porque cuando la perdiz es salvaje, entramos en un capítulo glorioso de la cocina.

Lo más caro de este recetario no es la perdiz, (está sobre los 11 euros pieza en Avinova, de la Boquería), sino las horas que se dedican a su preparación. Otra opción consiste en cazarla ya guisada. La podemos comer en Can Ravell, en compañía de farcellets de col. En Bilbao, Jordi Olivet cocina solo perdices hembras, más suaves, las dora en grasa de cerdo y las perfuma con una copa de barreixa. En Gracia, el anís y el moscatel son un sacramento. A pocos pasos, Raquel Portell, en El Tossal, gasta el costoso ingrediente de su tiempo embardándolas para dorarlas seguidamente, girándolas periódicamente hasta darles un punto de oro viejo. Uno de sus secretos, el aporte dulce y oloroso del Oporto, da largo vuelo a su perdiz de secano.