Sevilla llora la muerte de su aristócrata más querida
Muchos no la conocían directamente. La mayoría tampoco se la encontró paseando por las calles del centro de Sevilla cuando la enfermedad aún no le impedía perderse entre los naranjos que rodean el palacio de las Dueñas. Pero todos quisieron ayer acompañar a la duquesa de Alba en sus últimos momentos en la ciudad que tanto amó.
«Le gustaban los toros, no se perdía la Feria y disfrutaba con la Semana Santa», recordaba Antonio a la entrada de la capilla ardiente, «con ella se ha ido un poquito del espíritu de esta ciudad». Y es que apenas se desperezaba Sevilla cuando la noticia de la muerte de la aristócrata se extendió como la pólvora. «Ha muerto Cayetana», sin más apellido.
La duquesa, de 88 años, falleció como ella quiso, en su casa y rodeada de los suyos. Los achaques que arrastraba empezaron a complicarse, y una neumonía la llevó de cabeza a la uci el pasado domingo. Ella, poco amiga de los centros sanitarios, empezó a apagarse y a pedir que la llevaran a su casa. La petición se atendió la noche del martes, cuando ya se vio que la infección no remitía y el desenlace dependía de la fortaleza de la duquesa, que ya no pudo más.
RAJOY Y LOS MORANCOS
Las coronas de flores empezaron a llegar a la casa. Las primeras, las del presidente del Gobierno y Los Morancos. La más sentida, la de su viudo, Alfonso Díez, que no se separó de su lado: «Nunca has sabido lo que te he querido y lo que te querré». La gente apostada en la puerta las curioseaba mientras debatía la contradicción de que alguien tan católico «quisiera incinerarse».
La salida del coche fúnebre en dirección al ayuntamiento fue recibida con un aplauso, el mismo que oyeron los nietos cuando portaron el féretro cubierto con el escudo de la Casa de Alba para entrar en el consistorio. Allí aguardaban dos cuadros del Cristo de los Gitanos y la Virgen de las Angustias, que presidieron la capilla ardiente. Los hijos mayores mantuvieron el tipo, pero los más pequeños no dejaron de llorar en toda la jornada. Cayetano ni pudo soportar estar en la capilla ardiente. Al fondo de la sala, también rotos de dolor y en segundo plano, muchos de los trabajadores del palacio.
Con esa vocación tan típicamente española de formar parte, de alguna manera, de los acontecimientos, más de 30.000 personas pasaron por la capilla ardiente en las primeras cuatro horas, y a última hora de la tarde seguía una multitud esperando. Muchos se sentían huérfanos, y así lo hicieron constar en la decena de libros de condolencias, con mensajes incluso desde Alemania. «Un ejemplo de libertad», «la duquesa más salerosa que ha tenido Sevilla», «gracias por amar tanto la ciudad y compartir con los demás» o «por sentir lo nuestro como lo hiciste, hasta la Giralda llora tu pérdida».
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