Morir en Lampedusa

"No hay holocausto que haya resistido de manera estanca y firme el paso de los años: siempre han aparecido grietas"

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FRANCISCO JAVIER ZUDAIRE

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Cuatrocientos muertos en una semana debieron quitarnos el sueño. Parece que se nos han dormido los sentimientos, y el olvido es virtud al alza.

Hasta donde llega mi desconocimiento, por encima del hombro y algo más, Lampedusa se quedaba en una isla a la que llegaban los desesperados del hambre, más o menos como llegan a las costas del sur de España. Y, también, pronunciar esa palabra me traía el recuerdo de aquel libro, El Gatopardo, escrito por Giuseppe T. di Lampedusa, donde descubrimos que es preciso cambiarlo todo para que nada cambie. Será pirueta de ese camino que el hombre se cose a sí mismo en el dobladillo de su destino, pero Lampedusa es hoy el símbolo del cinismo, la escenificación de esa maniobra de cambiar el presente para fabricar un futuro igual. Igual de despreciable e injusto.

Sí, Lampedusa es hoy el sumidero de los todavía ricos, el agujero por donde se desagua a los más pobres -antes de que contaminen la costa-, a los que nunca tuvieron crisis porque no conocieron otra cosa que la miseria absoluta. Los mismos que oyen, en ese mundo uniformado de mensajes globales, la existencia de países a la baja con los contenedores, pese a todo, repletos de desechos comestibles; la sociedad opulenta que arroja a la basura los alimentos sobrepasados por el reloj de la caducidad. Guiños dorados, para ellos, son esos países que podrían alimentar a otros con recolectar únicamente lo que tiran por la borda a la sima infinita de los vertederos (8 millones de toneladas al año sólo en España y unos1.300 millones en el mundo).

Deberíamos cambiar después de facilitar con nuestros espíritus pusilánimes y acomodados el ahogamiento de tanto necesitado inocente y huido de la guerra que se perdió entre las olas, pero lo más probable es que no lo hagamos. La historia del hombre está ahíta de barbaridades cometidas contra sus semejantes; y, sí, al principio escuecen, pero, pasado el tiempo, nos aislamos con la coraza del pasotismo y hasta nos permitimos hacer bromas con las mayores brutalidades cometidas. No hay holocausto que haya resistido de manera estanca y firme el paso de los años: siempre han aparecido grietas, bien para negar las evidencias, bien para justificar lo injustificable. Es el colmo que deba protegerse por ley hacer apología de tipos sin alma ni corazón. Por eso, ¿qué habría de ser ahora distinto?

Es para darnos pena de nosotros mismos, a nada que elevemos la vista y nos veamos desde la altura que puede llegar a procurarnos un mínimo sentimiento solidario. Aunque solo fuera por el recuerdo de esas víctimas, de las madres, de los niños, de esa gente que se embarcó con la muerte puesta. Todo seguirá igual porque todo cambia para que así sea, para que continuemos leyendo las estadísticas de Unicef y preocupándonos por el último fichaje de nuestro equipo o por el jersey de marca.

Siento vergüenza cuando escribo esto, vergüenza que ya no podré borrar porque los muertos, muertos son. Y porque sé que seguiré sumándolos. Hay que seguir viviendo, nos decimos, y será verdad. Pero, coño, ¡a qué precio respiramos!