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«Lo más maravilloso es cuando la idea cristaliza»

Relojero autodidacta. Desde un humilde taller en el barrio de Navas, Aniceto Jiménez Pita se codea con los mejores artesanos del planeta

Las innovadoras creaciones de este extremeño autodidacta afincado en Barcelona, con modelos como el Oceana, ha marcado un hito en la relojería española y mundial. / RICARD FADRIQUE

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Olga Merino
Olga Merino

Periodista y escritora

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Nacido en un pueblo agrícola en plena posguerra, Aniceto Jiménez Pita (Oliva de Mérida, Badajoz, 1947) es miembro de la Académie Horlogère des Créateurs Indépendants, un club suizo de élite que reúne a los 34 mejores relojeros del mundo. Hasta The New York Times se ha quitado el sombrero con las creaciones de Pita Barcelona (Meridiana, 223). Trabaja con su hijo: Daniel, un esade establecido en Tokio, se ocupa del intríngulis empresarial y de la relación con los clientes; él pone la creatividad.

–¿Cómo supo que quería ser relojero? En el pueblo, de pequeño, iba con una maletita de herramientas, y la gente me decía: «Aniceto, oye, acércarte a casa, que tengo una cerradura que no cierra bien». 

–Y para allí se iba. Sí, cuando no había escuela. Yo sobre todo me dedicaba a observar, que es la clave de los oficios artesanos: ver dónde está el fallo.

–Hombre, no se quite mérito. Es la verdad. Me espabilaba en averiguarlo porque, a cambio del arreglo, me daban el almuerzo o la merienda. Y así fui haciendo, que si una máquina de coser, que si un reloj… También arreglaba el de la iglesia.

–¿De niño? ¡No me diga! Como iba a hacer de monaguillo, a la que podía me subía al campanario a pasar las horas muertas. Había observado muchas veces cómo era su funcionamiento, y así uno iba asimilando conocimientos poco a poco.

–O sea, aprendió solo. Sí. El mejor aprendizaje es la práctica. La misma tecnología lleva un reloj que una locomotora o una máquina de escribir. Solo que la relojería es la parte más sublime de la mecánica.

–Tiene el taller lleno de libros en alemán. Como en España apenas había tradición relojera, tuve que aprender el idioma por mi cuenta para evolucionar en el oficio.

–Se nota que le apasiona. Siempre he estado jugando, experimentando, haciendo cosas... Es una suerte ocuparte en algo que te llena. Me levanto con ilusión y le aseguro que, cuando la idea cristaliza, es lo más maravilloso del mundo; eso no está pagado con dinero. 

–Vino a Barcelona con su familia en 1961. Mi padre tenía un taller de ebanistería, pero en Extremadura, en el pueblo, no había trabajo para ocho hermanos.

–¿Y la relojería? De jovencito, mientras estudiaba peritaje en la Escuela Industrial, trabajaba para otros talleres y los sábados y domingos hacía el reparto de una pastelería. Luego, entré a trabajar en la fábrica Siemens, de Cornellà. Hasta que al fin pude montarme mi taller relojería en 1971.

–Y un día se plantó en la academia suiza. Me fui a Basilea en 2004 con un prototipo que no estaba del todo acabado. Dos años después, me admitieron.

–Debieron de quedar impresionados, pero ¿qué tenía de especial su invento? Era el Oceana, un reloj con una caja completamente estanca, sin corona ni juntas  ni puntos débiles, con un sistema para ponerlo en hora mediante un engranaje magnético. Puede sumergirse a 5.000 metros.

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–Dicen de usted que es un genio. Nooooo, noooo… Lo que ocurre es que me gusta, soy constante y hago relojes artesanos que pueden competir con primerísimas marcas, las más lujosas. Los coleccionistas valoran mucho el reloj innovador.

¿Le han puesto una calle en el pueblo? No, pero más la merecería mi padre. Además de ebanista, era un hombre muy erudito, porque leía mucho, y enseñaba a leer, escribir y cultura general a los campesinos sin cobrar nada; a cambio, le daban huevos o unas verduras de la  huerta.