DEBATE SOBRE LOS ACTOS DE PRESIÓN A LOS DIPUTADOS

Las trincheras del 'escrache'

La controversia sobre la acción de protesta de la PAH agranda el abismo entre representantes y representados

Protesta frente al despacho de la diputada del PP, Dolors Montserrat.

Protesta frente al despacho de la diputada del PP, Dolors Montserrat. / ACN / ORIOL CAMPUZANO

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Joan Cañete Bayle
Joan Cañete Bayle

Subdirector de EL PERIÓDICO.

Especialista en Internacional, Transformación Digital, Política, Sociedad, Información Local, Análisis de Audiencias

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Cuando una misma palabra, una misma acción, tiene significados opuestos, el diálogo no puede existir, solo hay espacio para el ruido. Y esta imposibilidad de llevar a cabo el discurso público no es más que un ejemplo, otro, de que hay algo que no funciona, de que, como sociedad, tenemos un problema muy grave.

Dice Mariano Rajoy que el escrache -la acción de protesta de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) consistente en ir a protestar contra varios diputados allí donde van, incluidas sus casas- es «profundamente antidemocrático». En cambio, para la PAH y también para muchos ciudadanos (sin ir más lejos, una gran mayoría de los lectores de EL PERIÓDICO que, a decenas, han enviado su opinión sobre el tema) el escrache es lo contrario: un «perfecccionamiento democrático» (Arcadi Oliveras); «En esto consiste la democracia, en tener en cuenta a los ciudadanos» (Federico Mayor Zaragoza); «Cuando agotas todas las vías democráticas existentes, como sociedad tienes la obligación de seguir presionando para cambiar las cosas» (Marta Afuera, portavoz de la APH en Girona); «Tiene que existir alguna vía más inmediata que las elecciones para hacer llegar a los políticos las peticiones y quejas de los ciudadanos», dice María Ángeles Gómez, una lectora de Bilbao.

SIN ESPACIO PARA EL DIÁLOGO Un acto antidemocrático frente a un acto de democracia avanzada. Establecido en estos términos el debate, no hay espacio para el diálogo. Polarizadas las posiciones, criticar el escrache conlleva la etiqueta de pertenecer al bando de quien equipara la PAH con ETA. Y al contrario: condenar a quien dice esta barbaridad supone convertirse en un antisistema. En el debate del escrache sucede lo mismo que en otros parecidos, ya sea las acampadas en las plazas, la regeneración democrática o si un político imputado por corrupción debe dimitir: se abre un abismo entre «ellos» (políticos, instituciones, poderes fácticos, medios de comunicación tradicionales) y «nosotros» (los ciudadanos, la gente, el pueblo). Cada uno con su idea, opuesta, de qué es legítimo y qué no. Unos bandos de brocha gruesa, de fidelidades pétreas.

«El escrache es legítimo siempre que no consista en una forma de amenaza violenta -se resiste a caer en las trincheras Victoria Camps, catedrática de Ética-. Me parece bien que los ciudadanos tomen iniciativas, pero si quieren una solución tienen que pasar por el parlamento».

Y es que esos diputados que son el objetivo del escrache tienen la legitimidad de millones de votos. «Nadie debería ser acosado. Si alguien no los quiere, no los votemos», opina la lectora Anna López, de Lleida. «Es lícito presionar a las instituciones, pero no a los individuos en su ámbito privado», apunta el sociólogo Salvador Cardús. «La barrera entre público y privado es muy débil. ¿Un cargo público deja de serlo en algún momento?», se pregunta la exconsellera Montserrat Tura. «Puede ser peligroso este camino, ¿dónde está el límite?», advierte Óscar Pons, de Maó.

«Más antidemocrático es dejar a una familia sin vivienda», le responde Enrique Meza, de Barcelona, ejemplo de que los argumentos a favor del escrache son una amalgama (muy poderosa) de motivos de la razón y del corazón: incomodar al político; que este vea la cara de quienes han perdido la casa o corren el riesgo de hacerlo; que va con el sueldo soportar las críticas; que es una forma de presión como la de los lobis; que pedir cuentas a los representantes es un ejercicio democrático... «Nadie puede denunciar a nadie por decirle lo que piensa de él a la cara», opina el antropólogo Manuel Delgado; «Quizá algún escrache pueda transgredir la ley o la ética, pero es indiscutible que son una legítima reacción ante los abusos», indica Enric Casas, de Cornellà: «No es acoso. Acoso es desahuciar», dice Rosario de Castro, de Barcelona. «No sería necesario si la democracia fuera de calidad y digna» (Magda. Madrid)

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JUSTICIA Y DERECHO «Si el escrache es ilegal, tenemos que hacerlo legal, porque lo que queremos es un estado de justicia, no un estado de derecho», reflexiona Mayor Zaragoza. Y volvemos así al «ellos» como responsables de una crisis que es una estafa y al «nosotros» como víctimas que es el meollo del actual debate social. Entendido así, el escrache es democrático porque cuenta con la legitimidad que le da la calle, y no atenta contra la legitimidad de las urnas porque los representantes políticos la perdieron cuando se rompió el contrato entre políticos y ciudadanía, un acto que hemos convenido en llamar desafección.

«Como demócrata tengo dudas. Estos políticos, malos o muy malos, son los elegidos democráticamente -escribe Rafael Pérez, de Sant Joan Despí-. Como ciudadano, ¿hay alternativa ante la desesperación a la que nos ha llevado su corrupción y su amiguismo con la banca?». Mala cosa cuando ciudadano y demócrata no comparten campo semántico.

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