Análisis

El espejo roto

Diputados de todos los partidos en una sesión del Congreso del pasado junio.

Diputados de todos los partidos en una sesión del Congreso del pasado junio.

RAFAEL JIMÉNEZ ASENSIO

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No son tiempos para presumir de ejemplaridad política. En su obra Cartas persas, Montesquieu advertía de que «no es el mayor mal que puede hacer un ministro sin probidad el no servir a su príncipe y arruinar al pueblo, otro perjuicio ocasiona mil veces más grave, que es el mal ejemplo que da». La ejemplaridad es la base de la confianza ciudadana.

Ante una grave crisis institucional y un florecer de la corrupción que afecta -y no conviene olvidarlo- a la práctica totalidad de las fuerzas políticas (al margen de ideología o ubicación territorial), todos tienden a ver la paja (o la viga) en el ojo ajeno y mirar para otro lado cuando la viga (o la paja) a ellos afecta. La protección de los nuestros (confundiendo la ética pública con el Código Penal) y la negación de la realidad (matar al mensajero) son manifestaciones obvias de un cierre de filas que todos los partidos aplican.

La corrupción es un tema sobre todo cualitativo. Corrupción es utilizar el poder de influencia para enriquecerse o para conceder favores a amigos, familiares o clientelas del partido. Y sobre ambas no debe haber ni un gramo de tolerancia.

En el siglo XIX irrumpió la imagen del político conseguidor teñido de clientelismo. Esa imagen sigue vigente. Tras la apariencia de modernidad se esconde un país lleno de caspa y donde no escapa ningún territorio ni poder del Estado. Sin embargo, en estos momentos excepcionales hay que romper una lanza por la Política (con mayúsculas). Es cuando más la necesitamos. No me cabe ninguna duda de que un número importante de representantes políticos tienen conductas con estándares de probidad razonables. Pero hay otros muchos que no.

¿Cómo salir de este laberinto de corrupción? No caben salidas en falso. Hay que revitalizar la política y fortalecer la cultura institucional frente a la mediocre y nociva cultura orgánica de los partidos sobre la vida pública. Se debe apostar por una gobernanza inteligente que busque un equilibrio armónico. La impotencia de la política para actuar en clave armónica y alcanzar consensos es un signo evidente de que hemos implantado un modelo de gobernanza estúpida.

El representante público es el espejo de la institución en el que se miran los ciudadanos. El espejo se ha roto en pedazos. Y cuando un espejo se rompe, reconstruirlo es inútil. Ya no valen aplazamientos, leyes o comisiones. Solo cabe actuar de forma decidida y contundente: ante el más mínimo desliz (o sospecha fundada de tal) se debe apartar de forma fulminante, temporal o definitivamente, a esa persona de cualquier responsabilidad pública, sea gubernamental u orgánica.

Si no se actúa rápido, entrará en escena otro tipo de «cirujano de hierro», por utilizar la expresión de Costa, no dictador sino aparentemente tecnócrata (conservador al dictado de los mercados), con consecuencias que es mejor no imaginarse. De ser así, se confirmaría el enésimo fracaso de la experiencia democrática en España. Empeño se está poniendo para ese fatal desenlace.