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«Me sentía culpable por vivir rodeada de privilegios»

Blanca Gómez es voluntaria de No Name Kitchen, una iniciativa para ofrecer cena caliente a los refugiados retenidos en Belgrado

Blanca Gomez

Blanca Gomez / JORDI COTRINA

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Olga Merino
Olga Merino

Periodista y escritora

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De paso por Barcelona, Blanca Gómez Pérez (Madrid, 1994) explica que se encontraba en Atenas a mediados de enero, colaborando en la ayuda a los desplazados, cuando recibió la llamada de unos amigos desde la capital serbia. En ese momento nacía No Name Kitchen, la cocina sin nombre. 

–Una llamada, dice.

–De tres amigos a quienes había conocido en Atenas: Nacho y Bruno, asturianos, y Stephan, catalán. Habían salido dos semanas atrás en furgoneta hacia Belgrado para constatar cómo estaba la situación con los refugiados en medio de la ciudad congelada.

–¿Qué le contaron?

–Me describieron una situación horrorosa, muy bestia: tres barracones, en la antigua estación de trenes, al lado del río Sava. Allí viven, entre las viejas vías. Al principio, cuando hacía tanto frío, quemaban las traviesas, que al estar revestidas de creosota despedían un humo supertóxico.

–Pero usted no lo dudó.

–El 2 de febrero cogía el vuelo para Belgrado y al día siguiente ya empezábamos a servir comida caliente. Damos 400 cenas cada día e intentamos que los refugiados nos ayuden, que se impliquen. 

–¿Qué cenaban antes?

–A mediodía trae comida una oenegé. Pero por la noche no había nada hasta que llegamos. Ahora tenemos tres fuegos portátiles con tres bombonas de butano. Ya somos 20 voluntarios, la mayoría españoles. 

–¿De cuántos refugiados hablamos?

–Unos 700 hombres, la mitad de ellos menores de 18 años; he conocido niños de hasta 8. La mayoría procede de Afganistán y alrededor del 10% de Pakistán.

–¿Solo varones?

–Sí. Las mujeres y los niños pequeños permanecen en los campos de refugiados, porque lo que ellos pretenden es arriesgado.

–Cruzar hacia Europa occidental.

–Desde el cierre de la ruta balcánica siguen intentándolo con la ayuda de mafias, cortando las vallas. Muchos regresan de la frontera húngara hechos polvo.

–¿Malheridos?

–Costillas rotas, brazos partidos, mordeduras de perro, heridas en la cabeza, quemaduras de cigarrillo en la piel… Vuelven muy mal, y la mayoría son críos.

–Qué barbaridad.

–Cuando regresan a los barracones, los atiende Médicos Sin Fronteras, que tiene allí cuatro tiendas de campaña grandotas; nos han prestado una para que la usemos como almacén. Llegamos sin nada.

–Ya.

–Si no le importa, ponga que necesitaríamos alguna donación. A través de nuestro Facebook o de www.generosity.com.   

–¿Hasta cuándo piensa quedarse?

–Creo que hasta el final. Resulta que una empresa de Dubái ha comprado el terreno público sobre el que se asienta la antigua estación para construir unos apartamentos de lujo. Está prevista la demolición de los barracones, pero no sabemos cuándo ni lo que sucederá con los refugiados.         

–¿Tenía usted trabajo antes de marchar?

–Soy licenciada en Comunicación Audiovisual, pero solo he podido trabajar de camarera o dependienta. Cuando volví a Madrid en verano, tras haber estado con los refugiados, me sentía culpable; me atrapó la sensación de vivir rodeada de privilegios cuando hay gente que no tiene nada. 

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–Cama, ducha, comida. Una suerte. 

–Y sobre todo, estar con la familia. En esas condiciones de supervivencia, solo se traban relaciones manchadas por el interés. No se hacen amigos; están en tránsito.