Análisis

Una muerte anunciada

JOAN-RAMON BORRELL
Profesor titular de economía (UB)

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En Catalunya vivimos la crónica de una muerte anunciada. El impuesto de sucesiones muere por inanición. Fue el pacto de financiación autonómica del 2001 el que redactó su sentencia de muerte. Desde que la mayoría parlamentaría conservadora en las Cortes dejó que fueran los parlamentos autonómicos los que fijaran las bases y los tipos del impuesto, su persistencia fue inviable.

La gradual pérdida de recaudación por cambios en el domicilio fiscal y el sentimiento de agravio comparativo de los ciudadanos con bases más amplias y tipos más altos lo han hecho insostenible. Paradójicamente, es un impuesto que no ha perdido la batalla de las ideas. Históricamente ha sido legitimado por las tradiciones políticas del liberalismo clásico, la democracia cristiana y la socialdemocracia. Solo ha encajado ataques de los ácratas libertarios contrarios a cualquier tipo de impuesto, y del anarquismo y del comunismo, partidarios de la confiscación en vez de la imposición.

Para el liberalismo clásico, los impuestos eran un mal inevitable. Hacen falta impuestos cuando no es técnicamente posible o económicamente viable poner un peaje por el uso de un conjunto de servicios: pagar el alumbrado en los pueblos y ciudades, construir carreteras locales o mantener las calles.

Para los liberales, lo más importante es que los impuestos hagan el menor daño posible. El impuesto de sucesiones ofrece una financiación que frena mucho menos el trabajo de las personas, las inversiones de las empresas o las actividades de los emprendedores que otros impuestos. Peor son los de la renta, el de sociedades, sobre el consumo, o las cotizaciones sociales.

Es un impuesto que no grava la renta anual, sino la riqueza acumulada. Son muchos los titulares de grandes fortunas que creen que tienen que devolver a la sociedad lo que han conseguido. Para ellos, la donación al final de su vida no es un freno a su trabajo diario; al revés, es una motivación adicional a su trabajo.

Por otro lado, para los que un día recibirán una herencia, es un impuesto que les obliga a trabajar más, a esforzarse más. Saben que compartirán con la sociedad lo que sus progenitores tengan a bien dejarles. Es uno de los pocos impuestos que nos lleva a trabajar más, no menos. Es un instrumento de fomento del crecimiento económico, y de apoyo a una visión meritocrática y liberal en el sentido clásico de la sociedad.

La democracia cristiana también hizo suyo el impuesto de sucesiones. Lo vio como un instrumento en favor de la justicia social, para avanzar hacia una sociedad más equilibrada socialmente. Un equilibrio que era la garantía contra el abuso de los poderosos, y contra la revolución de los desposeídos. La socialdemocracia lo abrazó como un instrumento de redistribución de la renta y la riqueza. Contribuía a hacer una sociedad en la que todos debíamos tener según nuestras necesidades y pagar según nuestras capacidades.

La recuperación del impuesto de sucesiones solo sería viable si la UE fijara las bases y tipos impositivos para todos los estados miembros. Solo una nueva mayoría social que apueste por una sociedad europea más liberal, más meritocrática, más equilibrada y más justa podría resucitarlo.