Intangibles

Sobre la precarización

CARLOS OBESO

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La precarización del trabajo no es consecuencia de la crisis, sino de un proceso que se inicia en 1973 (primera crisis del petróleo), y que ha supuesto un crecimiento constante de la inseguridad en el empleo y un descenso de su calidad. La precarización deriva de una globalización neoliberal que ha intensificado la competencia empresarial, facilitando la deslocalización del empleo (física o virtual) y el crecimiento selectivo de la inmigración, aumentando por cuatro la disponibilidad de mano de obra en las dos últimas décadas.

Por tanto,  la competencia entre los trabajadores (entre países, dentro de la misma industria e incluso dentro de la misma empresa) se incrementa, mal protegidos por un sindicalismo a la baja y en transición, con dificultades para adaptar sus estructuras a la globalización y puesto además en cuestión por un discurso que desprestigia el apoyo mutuo y la protección «desde la cuna a la tumba» mientras promociona el individualismo del «cuidado de uno mismo».

Las consecuencias para los asalariados se resumen en un incremento de la inseguridad laboral (o en su percepción) que afecta entre otras cosas a la planificación de la vida personal, a la natalidad, a la inversión en formación (¿qué estudiar?, ¿servirá para algo?) o al incremento de las enfermedades psicosomáticas. Una  inseguridad que ha alcanzado ya a las clases medias (el desempleo en personas con educación superior ha pasado del 13% en el 2009 al 21,16% en el 2013) y que ahora llega hasta los mismísimos directivos de empresa (pérdida de 177.000 activos directivos desde el 2011).

A día de hoy, sabemos poco sobre los efectos de la incertidumbre laboral en la gestión  empresarial. ¿Cómo consiguen las empresas mantener la lealtad de sus trabajadores precarizados? Aunque sí sabemos sobre sus efectos sobre la paz social. El  índice social de descontento de la OIT crece en Europa del  34% al 46% entre el 2006 y el 2012, con España  por encima de la media.

La crisis económica está gestando una crisis social que, en España, se controla reforzando el  orden público, sin plantear alternativas que rebajen la inseguridad de los trabajadores, alternativas que exigirían negociar en la línea del «nuevo contrato social» propuesto por Antón Costas. En él, entre otras cosas, se tendría que repensar  el papel del Estado en la consecución de una sociedad menos incierta; o el de la negociación colectiva en la regulación del mercado de trabajo y donde se replantee, de verdad, la refundación de las organizaciones empresariales y sindicales, últimamente desprestigiadas pero, en cualquier caso, necesarias.

Temas, en fin, importantes, pero que -siendo sinceros- parece imposible que puedan ser  tratados en el horizonte de los próximos dos años.  Seguiremos, por tanto, confiando en el PIB y en sus teóricos crecimientos balsámicos.