¿Qué hacemos con la eurozona?

El fantasma de Japón en los 90 planea sobre la eurozona. ¿Qué hay que hacer para evitar un largo periodo de estancamiento? Draghi ha planteado su estrategia. En cualquier caso, se necesita una combinación coherente de políticas de oferta y de demanda a esc

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La combinación de un crecimiento persistentemente débil y de una inflación a la baja y cada vez más alejada del 2% hace planear sobre la eurozona el fantasma de Japón en los años 90. Es decir, el riesgo de un prolongado periodo de estancamiento económico que limite la capacidad de mejorar el nivel de vida de la población a largo plazo y dificulte la corrección del actual nivel paro, situado muy por encima de la media histórica. De hecho, las últimas previsiones de la OCDE para la eurozona publicadas este mes, que han revisado significativamente a la baja las previsiones de mayo, parecen alineadas con este escenario pesimista: después de haber caído de nuevo en recesión durante el 2013, este organismo espera un exiguo crecimiento del 0,8% en el 2014 (cuatro décimas menos en comparación con mayo) y del 1,1% en el 2015 (seis décimas menos). También advierte de los riesgos asociados con una inflación demasiado baja. En especial, la mayor dificultad para corregir los diferenciales de competitividad entre países y la creciente probabilidad de caer en un proceso deflacionario, que podría obstaculizar aún más la recuperación del crecimiento y elevaría el coste real de las deudas acumuladas. Y aunque las expectativas de inflación que manejan los mercados financieros no prevén actualmente un escenario de deflación generalizada a corto y medio plazo, estas expectativas no son siempre un buen predictor de la inflación real.

¿Qué hacer, pues, con la eurozona? En primer lugar, es necesario un diagnóstico correcto y ampliamente compartido. El gobernador del BCE, Mario Draghi, en una muy comentada conferencia impartida a finales de agosto en el simposio anual de bancos centrales en Jackson Hole (EEUU), aludió a factores de carácter cíclico y de orden estructural, como principales responsables del débil crecimiento de la eurozona desde la crisis iniciada a finales del 2007, sobre todo cuando se compara con la economía norteamericana. Los factores cíclicos estarían asociados con la debilidad de la demanda agregada, lastrada por la falta de confianza de los inversores en la recuperación. En cambio, los factores estructurales reflejan determinadas rigideces de las economías europeas que actúan por el lado de la oferta, reduciendo el potencial de crecimiento a largo plazo y frenando la capacidad del aparato productivo para aprovechar las oportunidades de crecimiento. Como respuesta, Draghi plantea una estrategia de crecimiento coherente y coordinada, a nivel nacional y del conjunto de la Unión Europea, apoyada en tres pilares:

1. Una política monetaria suficientemente expansiva como para retornar la eurozona al objetivo de inflación del 2%, incluyendo medidas no convencionales como la compra de activos -privados en primer lugar y, llegado el caso, públicos-.

2. Una mayor coordinación de las políticas fiscales nacionales para alcanzar un objetivo de déficit en el ámbito europeo adecuado al ciclo y poner en marcha un ambicioso programa de inversiones. También recomienda aplicar una mezcla de políticas fiscales que, dentro del marco establecido por el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, coadyuven al crecimiento -por ejemplo, bajando la presión fiscal en aquellas partidas con un mayor multiplicador fiscal y recortando gastos improductivos con un menor multiplicador fiscal, de manera que el impacto sea neutro a efectos presupuestarios-.

3. Finalmente, Draghi advierte de que sin reformas estructurales las políticas de demanda perderán impulso y serán cada vez menos efectivas. La agenda de reformas se extiende a los principales mercados y al entorno regulatorio, pero recomienda prestar especial atención al mercado laboral: introduciendo una mayor flexibilidad que facilite la reasignación de recursos entre sectores y aplicando políticas para mejorar la formación y por lo tanto la empleabilidad de los trabajadores menos cualificados.

Por lo tanto, Draghi apunta claramente a un significativo cambio de rumbo en la conducción de la política económica en el conjunto de la eurozona. No tanto en el sentido de olvidar la austeridad por principio, como de adecuar el tono de las políticas fiscales de ámbito nacional a las condiciones del conjunto de la Unión Europea, sin olvidar las reformas estructurales. Sin decirlo explícitamente, la idea que se quiere transmitir es que aquellos países con un mayor margen para adoptar una política fiscal expansiva -como Alemania, por ejemplo- deberían utilizarlo si la situación cíclica del conjunto de la UE lo hace recomendable. Pero la realidad es que hay una gran distancia entre los deseos del gobernador del BCE y la voluntad expresada por algunos de los principales actores políticos europeos. Por ejemplo, poco tiempo después de la conferencia de Draghi, el ministro de Economía alemán, Wolfgang Schaüble, declaraba que su país no tendría que emitir nueva deuda en el 2015 por primera vez desde 1969, comprometiéndose con el equilibrio presupuestario en clave exclusivamente nacional y con total independencia del hecho que este año el superávit por cuenta corriente de Alemania podría llegar a representar el 8% de su PIB, reflejando el papel de esta economía como foco de absorción de demanda del resto de Europa y del mundo.

Para contextualizar las declaraciones de Schaüble es útil citar un artículo de finales de agosto del economista alemán Hans-Werner Sinn, prominente miembro del consejo de sabios que asesora al ministro de Economía alemán. Analizando la espiral recesiva en la que parece haber caído la economía italiana, Sinn reconoce que el recurso a la deuda pública estimula la demanda, pero destaca que se trata de un impulso artificial y temporal. Desde su perspectiva una economía como la italiana solo podrá retomar la senda del crecimiento sostenible si es capaz de recuperar la competitividad perdida a lo largo del periodo de bajos tipos de interés que siguió a la decisión de introducir el euro el año 1995. Durante el periodo 1995-2013, el nivel de precios de la economía italiana aumentó el 25% por encima de la media de la eurozona -y el 42 % más que Alemania-. En opinión de Sinn, «este diferencial de precios -y nada más- es el problema de Italia. No hay otra solución para el país que corregir el desequilibrio mediante la depreciación real». Es más, las políticas laxas por parte del BCE, facilitando la financiación de los sectores público y privado de los países con problemas de competitividad, no harían sino reducir la presión necesaria sobre empresas y sindicatos necesaria para avanzar en el camino de la devaluación real.

Desde una perspectiva diferente pero complementaria a la de Sinn, el también alemán Michael Heise, economista jefe de Allianz SE y autor del libro Emerging From the Euro Debt Crisis: Making the Single Currency Work, escribía por las mismas fechas que la eurozona debería aprender de la experiencia japonesa y, en primer lugar, de la falta de decisión del Gobierno japonés para aplicar reformas estructurales. Como Sinn, Heise destaca el hecho de que la crisis en un entorno de disciplina fiscal y monetaria impuesto por las reglas de la eurozona ha sido un factor clave para forzar a España, Portugal, Grecia e Irlanda a implementar amplias reformas, y quizá Italia acabe por seguir el mismo camino. En su opinión, no es posible evitar una década perdida a la japonesa simplemente aumentando los niveles de deuda o ajustando la dosis de medicina monetaria, ya que no es posible inducir a empresas y familias potencialmente solventes pero demasiado endeudadas a tomar más crédito, cuando el exceso de crédito está en el origen de la crisis en primer lugar.

Supeditar los intereses nacionales

Más allá de las divergencias de opinión y de diagnóstico a uno y otro lado del Rhin, el hecho fundamental es que los planes de Draghi para reactivar el crecimiento en la eurozona -y en especial para coordinar las políticas fiscales desde una perspectiva europea-  se quedarán a medio camino si no se da una mayor complicidad de los principales países de la Unión y, sobre todo, de Alemania. Ante este panorama, es casi un lugar común advertir de que la Unión Económica y Monetaria Europea no tiene futuro si no se avanza decididamente en el camino de una mayor integración política y fiscal. Pero es menos frecuente reconocer que una mayor unión implica una cesión efectiva de soberanía, de manera que los intereses nacionales queden supeditados al juego de las mayorías, en un contexto en el que las diferencias de visión entre países pueden ser muy amplias. Sin duda, la respuesta a qué hacer con la eurozona implica en cualquier caso una combinación coherente de políticas de oferta y de demanda a escala europea, pero la clave es poder definir y defender un «interés general europeo», que en algunas situaciones podría llegar a ser contradictorio con determinados intereses nacionales. Durante los próximos años veremos si ello es posible.