No es país para jóvenes
Hay disciplinas científicas que fueron ideadas para hacernos sentir culpables. Una de ellas es la demografía. Históricamente, su función ha sido recordarnos que ni nacemos ni morimos como debiéramos. Ni se lo dice a nadie en concreto ni es nada personal, pues los demógrafos interpelan a varias generaciones consecutivas, a caballo de los siglos.
En los países donde abundan los natalicios los gobiernos promueven o imponen, sea cual sea su catadura democrática, el uso de métodos anticonceptivos o de otros mecanismos de control de la natalidad más coercitivos. Pero cuando las mujeres se incorporan al mercado de trabajo y deciden ejercer la maternidad como un derecho, no como un deber social ni conyugal, los demógrafos nos advierten de que el desplome de la natalidad amenaza la estabilidad social y económica del país. A la escasa tasa de fecundidad de las sociedades occidentales se añade ahora un segundo contratiempo: con la evolución de la medicina y la mejora de la calidad de vida, si la salud nos lo permite, los ciudadanos nos empecinamos en no fallecer tan pronto como alcanzamos la jubilación, como sería de desear, convirtiéndonos así en una pesada carga para el sistema sanitario y para la Seguridad Social.
Desde hace al menos dos décadas las autoridades nos martillean cíclicamente con la advertencia de que las pensiones de nuestra vejez no están garantizadas, que más vale que nos vayamos preparando para lo peor... Quien más quien menos se ha acercado al banco para suscribir un fondo de pensiones o para, hipoteca mediante, invertir en ladrillo sus ahorros con vistas a la jubilación, en la confianza de que la vivienda era una puesta segura. El miedo es un buen negocio.
Con el estallido de la última crisis financiera, el siguiente paso fue impulsar un retraso paulatino de la edad de jubilación y, más tarde, revisar los criterios de actualización futura de las pensiones. Todo ello, mientras numerosas empresas promovían la jubilación prematura de sus empleados bajo la divisa de reducir costes laborales y mejorar la competitividad.
El razonamiento de algunos expertos es elemental: sin jóvenes que trabajen y paguen las cotizaciones sociales en beneficio de los mayores ya retirados, en unos años la pirámide demográfica invertida nos hundirá como sociedad. Pero no solo a la baja natalidad cabe achacar nuestros males. También cuenta que el paro juvenil y la devaluación salarial drenen las arcas de la Seguridad Social; que los jóvenes accedan al mercado laboral cada vez más tarde y en peores condiciones, y que muchos, por lo general los más cualificados, emigren a países donde su formación halle mejor acomodo y retribución. El déficit de futuros cotizantes obedece a razones demográficas, pero también económicas y estructurales. Mientras las políticas públicas toleren el inicuo reparto de la riqueza y el pertinaz aumento de las desigualdades, España no será un país para jóvenes... ni para viejos.
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