Un debate sobre la cuestión equivocada

No hay alternativa a la mal llamada austeridad puesto que las soluciones reales deben ser viables y realizables en el tiempo. ¿Qué sentido tiene seguir debatiendo si preferimos políticas de gasto que no están en nuestra mano acometer? A largo plazo, no hay

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Cual si de un partido de tenis se tratase, estamos asistiendo a un intercambio de argumentos interminable entre los partidarios y los detractores de las políticas de austeridad. Lo paradójico del caso es que, por la naturaleza propia de la economía y siendo el tiempo un recurso escaso, deberíamos limitar nuestras energías a la búsqueda de soluciones factibles.

En nuestro tiempo, se presta mucha atención al grado de acierto de las decisiones y se aprecian los remedios inmediatos. Pero esta inclinación del hombre moderno adolece de ciertas deficiencias. Por una parte, fruto tal vez de una mentalidad mecanicista, se dan por buenas soluciones meramente técnicas e instrumentales a cuestiones que reclaman reformas de calado. Por otra parte, y esto es lo que quisiera resaltar aquí, se canalizan demasiados esfuerzos en la dirección equivocada, polemizando con medidas que en la práctica no serían aplicables ni útiles. En otras palabras, acertar con la pregunta es aún más crucial que dar con una buena solución. Pero antes de plantear cuáles serían hoy día las preguntas relevantes, vamos a abordar el tema propuesto.

Comenzaré por acotar los términos del problema. A lo largo del artículo voy a dar por sentado que toda alternativa a las denominadas políticas de austeridad implica un deterioro en el equilibrio presupuestario. Este es sin duda el resultado final de incrementar el gasto público. Si por políticas de estímulo fiscal se entendiera una bajada impositiva, en lugar de un aumento del gasto, la cuestión podría ser diferente, ya que los recortes impositivos incentivan el consumo y la inversión en el sector privado (y entonces habría que examinar si pueden llevarse a cabo sin comprometer el presupuesto público). Pero no parece que sea esa opción la que defienden los detractores de la austeridad.

¿Por qué digo que no es admisible otra vía que la mal llamada austeridad? Por la sencilla razón de que las soluciones reales deben ser viables y realizables en el tiempo. En cambio, las propuestas que se mueven únicamente en la esfera de lo deseable (de lo que nos gustaría en un mundo ideal, que no existe) son inútiles y solo logran malograr las expectativas del público. Ateniéndonos al ámbito de lo factible y a la situación actual de las economías desarrolladas, la discusión entre gasto y austeridad se muestra superflua: los prestamistas ya han dictado sentencia, han dicho basta con su reticencia a adquirir deuda pública de los países que acumulan excesivo endeudamiento. La escalada de la prima de riesgo (que exigía rentabilidades crecientes y no sostenibles, y a punto estuvo de llevar al colapso de nuestra economía) nos advirtió de que no era posible seguir viviendo por encima de nuestras posibilidades, comprometiendo a las generaciones venideras.

Por supuesto, en esta tesitura podemos cuestionar si nos gusta el mundo en que vivimos, o si es adecuado el diseño de los mercados financieros internacionales (en los que la rentabilidad de una operación depende demasiado de la especulación o de distorsiones provocadas y a menudo injustas). Pero mientras no corrijamos esas deficiencias, hay que reconocer que los estímulos por vía del gasto han tocado a su fin. Luego no queda otra salida que aceptar la realidad y respetar los márgenes fijados para el déficit presupuestario y la deuda pública. Así las cosas, ¿qué sentido tiene seguir debatiendo si preferimos políticas de gasto que no está en nuestra mano acometer?

Dejo para otra ocasión el examen de los estímulos monetarios, pues son medidas que escapan del control del gobierno y cuya interpretación entraña gran complejidad (sobre todo en la medida en que aparecen nuevas herramientas, como el credit easing, quantitative easing, forward guidance…). En cualquier caso, baste señalar que el abuso en el recurso de los mecanismos monetarios tradicionales ha llevado a una trampa de liquidez que les ha vuelto inoperantes. La gran recesión ha servido al menos para enseñarnos que la política de tipos de interés es ineficaz durante crisis financieras graves.

Premiar el trabajo y el esfuerzo

Esta es la primera idea que quisiera destacar: el debate entre políticas de gasto público y políticas de austeridad, al menos en los términos en que suele plantearse, es desafortunado. Pasando a la segunda idea, ¿cuál sería la pregunta pertinente en la actual coyuntura de las economías desarrolladas?; ¿por qué camino podría llegarse a una situación sostenible? Una opción sería indagar en los factores que estrangulan a la demanda agregada y la hacen inestable en el largo plazo. En ese sentido, pienso que sería deseable defender a las clases medias, con sistemas retributivos que premiasen el trabajo y el esfuerzo por encima de la fortuna (es decir, de la riqueza heredada; ya sea en forma de talento o de recursos económicos). Una mayor equidad retributiva que beneficiase a la clase media y trabajadora garantizaría niveles de gasto agregado más elevados y estables, suavizando las recesiones.

Llegamos así a conectar con el punto de partida. La idea de aprovechar estas líneas para cuestionar cuáles son las preguntas pertinentes -en lugar de limitarme a tantear las respuestas- vino a mi mente tras leer un comentario de Lawrence H. Summers sobre el best-seller de Thomas Piketty: Capital in the Twenty-First Century. Entre las reflexiones de Summers (publicadas en verano del 2014 en Democracy. A journal of ideas) destaca precisamente el reconocimiento que hace del economista francés por haber sabido plantear las preguntas relevantes. Cuestión diferente sería la validez de las tesis y conclusiones de Piketty, sobre las que Summers manifiesta algunas reservas. No en vano el libro de Piketty se ha convertido en una referencia indispensable, tanto por la evidencia que aporta sobre la creciente desigualdad de renta y riqueza en las economías occidentales, como por la afirmación de que la creciente desigualdad es el principal obstáculo para la pervivencia del capitalismo moderno.

Termino refiriéndome a Julian Simon, genial economista que nos ha legado una visión esperanzada del futuro. Con su habitual lucidez, Simon defendía que el ingenio humano es el factor clave sobre el que basar el progreso económico, y que tenemos la suerte de que se trata de un recurso inagotable. Por eso, la ciencia económica tiene paradójicamente más respuestas que problemas. Al mismo tiempo, hay que reconocer que si bien dispone de muchas soluciones válidas y relevantes, con demasiada frecuencia las soluciones válidas no resuelven problemas relevantes; mientras que las soluciones de algunos temas cruciales no son satisfactorias.

¿Y quién ganará el partido de tenis? Pues depende: si nos atenemos a las normas de un partido real, vencerá la sensatez presupuestaría, pues no hay otra salida viable a largo plazo. Pero si lo consideramos un partido virtual y caemos presa de la ensoñación colectiva, podrán prevalecer los partidarios del gasto inmoderado; eso sí, hasta que otro susto cada vez mayor nos devuelva por un tiempo a la realidad.