La ciudad avellanada
Josep-Maria Ureta
Periodista
JOSEP-MARIA URETA / BARCELONA
Hace un año, en mayo del 2016, se constituyó en Barcelona el Consejo consultivo municipal Turisme i Ciutat, con un retraso significativo sobre el proyecto inicial, debido a las fuerzas disuasivas de siempre. Dijeron entonces que se abría un foro de debate entre todos los implicados en el nuevo fenómeno económico y social de que Barcelona ha pasado de ser ciudad con turistas, siglo XIX, a ciudad turística, siglo XXI. En medio, el siglo XX y el gran anuncio televisivo del '92 y los Juegos Olímpicos.
El Consejo se ha reunido cuatro veces, y en este periodo los gobernantes de la ciudad han pergeñado, al margen de este órgano consultivo, un plan estratégico que llega hasta el 2020 y que pretende gobernar, ¡ahora!, el fenómeno de la burbuja de visitantes por horas o días, que forma parte ya de la convicción de que Barcelona existe y sobrevive gracias a los turistas. Como la Costa Brava o Port Aventura.
Dice el citado documento que “el turismo es parte inherente de la ciudad”. Más adelante se asegura que el objetivo es “construir un relato turístico de ciudad inclusiva y plural” y que como el fenómeno ha llegado para quedarse es necesario preparar “estrategias comunicativas”, por un lado, y “educativas con materiales pedagógicos para dar a conocer [desde la infancia], la realidad compleja del turismo a la ciudadanía”, por otro.
Gran confesión, por no decir rendición, de quienes gobiernan la ciudad desde sus observatorios municipales, que la alcadesa Colau conoce bien. Es la ciudad turística que desean pero no la que ven, pese a que es fácil de conocer sus límites en sus propias consultas demoscópicas: en abril la encuesta municipal recogió que, por primera vez, eran más los vecinos que percibían como menor el beneficio del turismo que sus partidarios. Un mazazo a los postuladores del “suerte que tenemos turismo”, cuya estrategia de gobierno de la ciudad -“el relato” según los inspiradores de la estrategia de Colau, Jordi Borja y Joan Subirats- ya asume los postulados maragallanianos de convertir a Barcelona en polo de atracción de desarrollo terciario de bajo coste. Así, el documento sigue la estrategia dirigista municipal del siglo pasado y exige, como de pasada, “condiciones de trabajo dignas para alcanzar la redistribución de la riqueza”.
Además, cabe añadir como prueba definitiva el antológico reportaje de Helena López el pasado 30 abril sobre la saturación de la línea 24 que va del Paral·lel al Parc Güell. Que el mal es irreparable lo confirma que la solución, según propone Jordi Mercader, es poner más autobuses. Con todo esto, y más, Barcelona y sus especuladores posteriores de la marca del 92, que siguen viviendo en Sant Gervasi, Sarrià y Pedralbes, tienen un problema.
El modelo puede agotarse, por abuso. Los carpinteros conocen muy bien la técnica de avellanar la madera (la ciudad), ensanchar el entorno donde va el tornillo con una broca cilíndrica para hundir mejor el tornillo, limando sin miramiento todo su entorno. La cabeza del tornillo (los ciudadanos) quedan ocultados en el fondo. Aunque el riesgo es que a base de avellanar, el tornillo deje de hacer su función de unir y sostener y quede suelto.
¿Y si recurrimos a los pensadores, también de ciudades? En un diálogo sobre ciudades de los filósofos Xavier Rubert de Ventós y Marina Garcés en la revista Hansel y Gretel, el primero advierte que “quien quiera fundar una ciudad deberá conseguir, como sea, que la gente se olvide de dónde viene”. Garcés es más contundente: “La Barcelona olímpica nos impuso ser un aparador”. “Mi generación es la que buscaba brechas, por donde pasaba el aire para respirar. Hoy se mantiene, porque si no hay espacios comunes en la ciudad, la gente se marcha”. El sociecólogo Ramon Folch, por su parte, advirtió: “Seremos un parque temático carente de futuro”.
¿Otro turisfobo? En absoluto. Un divulgador de fórmulas sencillas: dejen de gestionar la oferta (adaptación de la ciudad para tener más turistas) y gestionen la demanda (elegir cuántos, quienes y cuándo vienen).
Elegir la broca adecuada para el tornillo idóneo. Sin avellanar.
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