LA CRISIS FINANCIERA

La banca: 7 pecados capitales

Si España acaba rescatada será por la soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza concitados en la banca

La banca: 7 pecados capitales

La banca: 7 pecados capitales / periodico

OLGA GRAU

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Si levantara la cabeza el Padre Gaspar Astete, nacido en 1537 y autor del catecismo castellano memorizado por millones de españoles en el colegio, quedaría pasmado al comprobar cómo la banca española ha logrado conjugar los siete pecados capitales, sin dejarse ni uno. Soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza son los pecados capitales clásicos, llamados de esta manera porque «son cabeza, como fuentes y raíces de otros vicios que de ellos nacen», sostenía el religioso del siglo XVI. Sin duda, estos quebrantos de las virtudes divinas han desembocado en la mayor crisis financiera de la historia de España. Si el país necesita finalmente fondos europeos para salir del profundo agujero en el que se encuentra varado, será sin duda a causa de los vicios de la banca y de los supervisores y políticos que no le pusieron freno.

El primer pecado capital, fuente de nuestros males, fue la soberbia, definida por Astete como «el apetito desordenado de ser preferido a otros». En lo referente a la crisis que nos ocupa, de soberbia pecaron los Gobiernos socialistas y populares, quiénes cimentaron el crecimiento de España en el sector del ladrillo, con la complicidad y relajo del Banco de España, desde la década de los noventa hasta el 2008.

En el periodo 1997-2006 el precio de la vivienda en España se incrementó un 150% y no cesó de crecer en los años consecutivos. De esa burbuja de precios derivaron dos de los principales problemas de la economía española: el endeudamiento de las familias y la sobrevaloración de los pisos en los balances de los bancos y las cajas.

El segundo pecado capital se sumó a la soberbia de los reguladores y los políticos. La avaricia, «entendida como un apetito desordenado de hacienda», se encarnó en las retribuciones variables que percibían los directivos de la banca. Cuánto más crecía la caja de ahorros de turno, más abultado era el bonus a final de año de los directivos que la manejaban. ¿Y cómo se crecía? Vendiendo más pisos y omitiendo los riesgos, con la complicidad de los consejos de administración plagados de políticos.

Se concedieron hipotecas y créditos, basados en tasaciones de pisos sobrevaloradas, sin tener en cuenta la solvencia futura del cliente. Si este no podía pagar por perder el empleo, el mal mayor era obligar al cliente a vender un piso que al año siguiente valdría un 20% más.

La soberbia y la avaricia se ayudaron del tercer pecado capital, que mortifica ahora a las constructoras e inmobiliarias. La lujuria, «apetito desordenado de sucios y carnales deleites», se tornó en una orgía del ladrillo. Entre el 1999 y el 2001 se iniciaron más de medio millón de viviendas al año, según cifras oficiales del Banco de España. Entre los años 2000 y 2005 se proyectaron en torno a unas 800.000 viviendas anuales, cifras que dejaban pasmados a todos los países vecinos de la zona euro. Cuando los depósitos de los bancos no dieron para seguir dando crédito, se pidió prestado a los bancos alemanes y franceses, que ahora nos pasan la factura.

El cuarto pecado capital, la ira o «apetito desordenado de venganza», según la definición del catecismo, se forjó durante todos estos años de desmanes. En el 2008, la crisis de EEUU se contagió a Europa y se inició un proceso de recesión que culminó en el pinchazo de la burbuja inmobiliaria.

La ira empezó a apoderarse de los españoles que pagaban una hipoteca por un piso que ya no valía lo que el banco, los tasadores y los notarios les habían dicho. El paro empezó a subir, como consecuencia de la recesión económica, y España empezó a vivir una ola de desahucios hipotecarios. La ira, lógicamente, se canaliza hacia las extintas cajas de ahorros (ahora accionistas de bancos nacionalizados), los partidos políticos que controlaban las entidades financieras, y las autonomías que tenían la competencia de supervisar la actividad de las entidades de ahorro.

La ira dirigida también contra la gula, el quinto pecado («apetito desordenado de comer y beber»), que en este caso se aplica a la voracidad de las autonomías y los partidos en el control de las cajas con ejemplos como los de la comunidad de Madrid o la de Valencia que han culminado en el desastre de Bankia.

Y mucha ira también contra la envidia, el sexto pecado que se define como «un pesar del bien ajeno», representado por la colocación masiva de las preferentes como productos de ahorro seguros cuando eran una especie de deuda perpetua que los bancos ahora no quieren recomprar a sus clientes.

El último, pero no menos importante pecado, ha sido y es la acidia o pereza: «Un caimiento de ánimo en bien obrar», en los tiempos modernos es un sinónimo de negligencia, pasada, presente y posiblemente futura. Pereza de los Gobiernos, el de José Luis Rodríguez Zapatero y el de Mariano Rajoy, de tomar decisiones sobre la banca que permitan capitalizar las entidades y permitir que el crédito vuelva a fluir a la economía. La virtud contraria al séptimo pecado capital es la diligencia. Y si sigue escaseando entre la clase política acabará imponiéndose desde Bruselas, en forma de supervisión o de rescate.