Ai Weiwei, el arte contra el poder, el hombre contra el estado

Para algunos es como un artista del Renacimiento. Para otros, un creador superficial y efectista al que Occidente aplaude por su beligerancia política. Pero todos están de acuerdo en que es el artista chino más conocido e influyente de la actualidad y el más célebre activista contra el régimen de Pekín

Ai Weiwei, en su estudio, en el 2012.

Ai Weiwei, en su estudio, en el 2012. / REUTERS / DAVID GRAY

ADRIÁN FONCILLAS / PEKÍN

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Se rio del hostigamiento policial colocando cámaras en su casa para crear una suerte de Gran Hermano emitido por internet, filmó el derribo de su estudio de Shanghái tras organizar un banquete para celebrarlo e inauguró una exposición con las radiografías de su cráneo después de que unos facinerosos se lo abrieran a golpes.El pulso no es nuevo: el arte contra el poder, el ingenio contra la censura, el hombre contra el Estado. Oscar Wilde y Sócrates ya certificaron que la posteridad es lo único rescatable de una derrota segura. Ai Weiwei (Pekín, 1957) es probablemente el creador chino más influyente de la actualidad y, eso seguro, el más célebre activista.

Merece la pena abstraerse del fragor político y atender al arte. Ai ha expuesto en la Tate Gallery, en la Bienal de Venecia o en la Documenta de Kassel. Es un vanguardista iconoclasta que ha fundido las últimas corrientes occidentales con la tradición china eludiendo la caricatura. Su trabajo conceptual es potente y radical. Son célebres sus tres fotografías en las que deja caer un jarrón de la dinastía Han para simbolizar la ruptura con el pasado, las vasijas neolíticas con el emblema de Coca-Cola o los millones de pipas de girasol elaboradas con porcelana como denuncia del trabajo en masa y alienante de la fábrica global. Para algunos es un poderoso artista renacentista o el Warhol chino, para otros crea unas obras tan superficiales como efectistas que Occidente aplaude por su beligerancia política.

También piensa Ai en Occidente cuando convierte sus entrevistas en orgías de titulares. “China está aún en la Edad Media”, “China no ha aportado nada al mundo”, “China es una tierra sin verdad, justicia ni alma”. Lo que le falta de equilibrio y mesura al mensaje le sobra de contundencia. Domina los tiempos modernos y las redes sociales lo suficiente como para encapsular el discurso y facilitar su llegada. Hay disidentes más conspicuos, pero ninguno se acerca al dominio de la escena de Ai. No hay mejor publicista que Ai ni gobierno con peor asesor de imagen que el chino, ridiculizado sin remedio en cada embate con el artista barbudo. Ai cubriendo su desnudez apenas con una alpaca, animal que en chino se pronuncia de forma parecida a “jode al Comité Central del Partido”. Ai entonando la canción infantil 'Cao Ni Ma', fonéticamente similar a la expresión adoptada por la disidencia “jode a tu madre”. Ai bailando al ritmo equino del 'Gangnam Style'. Todo en YouTube.

Ai nació en Pekín en 1957 y sufrió las turbulencias de un país que encadenaba desvaríos maoístas. Su padre, Ai Qing, uno de los poetas más refinados del siglo pasado, fue acusado de derechista y condenado a limpiar letrinas en la lejana provincia de Xinjiang. Esa niñez forjó a Ai. “Sé lo que sé porque de niño vi lo contrario a la libertad. He visto muchos asesinatos, el resultado de la estupidez y la crueldad, pero también el resultado del coraje”, diría después.

Terminada la Revolución Cultural y rehabilitada su familia, Ai estudió cine en Pekín y cofundó en 1979 el movimiento Xingxing (Stars) que subrayaba al individuo. Aunque China se desperezaba entonces tras décadas de voluntario hermetismo, el contexto sociopolítico era aún hostil a tanta vanguardia y Ai voló a Estados Unidos. Limpió casas, departió con figuras como el fotógrafo Robert Frank o el poeta Allen Ginsberg, descubrió a Andy Warhol, el dadaísmo y el pop antes de regresar 12 años después a Pekín por la enfermedad terminal de su padre. En la capital apadrinó a nuevos creadores y catalizó la estimulante escena a través de su estudio East Village cuando el distrito 798 era todavía un hervidero de audaces ideas y no el actual epítome del arte especulativo.

Ya entonces fotografiaba su dedo corazón alzado frente a la plaza de Tiananmén, pero fue un escándalo el que le dio fama en el 2000. Su exposición 'Fuck Off', compendio de lo que aún incomodaba en China, fue clausurada por la policía.

El estadio olímpico pequinés, una de sus cumbres artísticas, disparó su faceta crítica. Ai se desmarcó de ese ovillo metálico que acaparó portadas globales al entender que el Gobierno utilizaba los Juegos Olímpicos para publicitar al partido. Desde entonces ha ejercido de incansable Pepito Grillo. Ha defendido a disidentes, denunciado la muerte de miles de niños durante el terremoto de Sichuan (2008) por la caída de escuelas en mal estado y metido el dedo en el ojo a Pekín siempre que ha podido.

Durante muchos años fue un crítico impune, una anomalía en tiempos en que la crítica se perseguía con saña, quizá atendiendo a su pedigrí paterno. La paciencia se acabó agotando. Su estudio ha sido demolido; él ha sido juzgado por delitos fiscales, prostitución y bigamia, detenido durante 81 días, golpeado en la cabeza por presuntos policías y no ha podido salir del país en los últimos tres años. En otro giro artístico, Ai ha diseñado por videoconferencia una exposición, '@Large', que muestra algunas de sus obras en la isla de Alcatraz, que durante décadas albergó una célebre prisión.

Pekín y Ai Weiwei acumulan pleitos y no se intuye más final que la cárcel. Ai es tenaz, irreverente, juguetón y ha convertido la batalla en una performance social con la ayuda de las redes sociales. Ejerce de metro patrón del compromiso político del gremio y no permite tibiezas. Juzgó dos años atrás el Nobel de Literatura de Mo Yan como una “broma” y un “escándalo”. Mo es un fantástico escritor muy alejado del típico colaboracionista. Ha tenido problemas con la censura en el pasado, descrito los sufrimientos del pueblo chino por las políticas oficiales e incluido a numerosos oficiales corruptos en sus obras. Ocurre que Ai y el resto de la disidencia política digieren mal el reconocimiento internacional a cualquier chino que no haya convertido la crítica al partido en su único eje vital, no haya pasado años en la cárcel o en el exilio o no le hayan abierto el cráneo. El heroísmo de Ai se aplaude, no se exige.