Vincent Lindon: "Uso el cine para protestar"

Estrena 'La ley del mercado', con la que ganó el premio a mejor actor en Cannes

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NANDO SALVÀ

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Que Vincent Lindon sea actor es una incongruencia. Para constatarlo no hay más que sentarse frente a él y comprobar qué poco control posee sobre su propio cuerpo: los espasmos faciales se suceden sin descanso, las manos de uñas roídas se niegan a estarse quietas. “Los nervios me hacen bien, me permiten estar alerta: en cuanto siento el impulso de hablar de más, me ayudan a mantener la bocaza cerrada”, asegura él. Y sin duda le otorgan una presencia intensa, la capacidad para comunicar una tensión inflamable y, casi a la vez, una ternura infinita. Ahora bien, los tics desaparecen por completo en cuanto ese rostro que sugiere noches y noches sin dormir entre tragos de whisky de malta se pone frente a la cámara. A Lindon actuar, salir de su propio cuerpo para meterse en el cuerpo de otro, le repara.

Después de tres décadas haciéndolo, hoy es considerado no solo la más improbable de las estrellas del cine francés, sino también, quizá, la más comprometida con los débiles de la sociedad. “Tendría que estar muy loco, o ser muy canalla, para no reaccionar ante lo que pasa a mi alrededor”, explica, aunque también niega ir por la vida buscando causas que defender. “No soy un héroe. A veces la gente me trata como si me dedicara a salvar niños, pero solo hago películas. Las películas, eso sí, solo me interesan si son políticas”.

LA VALENTÍA DE DECIR: ¡BASTA!

Eso, cine furiosamente político, es precisamente 'La ley del mercado', que esencialmente opone el valor y coste de las convicciones al valor y coste de la supervivencia. “Es necesario mucho coraje para agachar la cabeza y aguantar humillaciones con el fin de alimentar a tu familia”, reconoce el actor. “Pero a veces también es necesario tener la valentía de decir ‘¡basta!, ya he aguantado suficiente”.

El impulso para hacer películas como 'La ley del mercado', confiesa, es algo que le debe a su padre, Laurent Lindon, que ganó mucho dinero fabricando radios para coches pero que siempre hizo gala de conciencia social, por ejemplo empleando a exconvictos. “De joven me inscribí en SOS Racismo, pero pronto sentí que una oenegé no podía cambiar las cosas. Mi padre me hizo comprender la utilidad de cualquier acción que lograra concienciar siquiera a una persona. Del mismo modo, si 'La ley del mercado' logra que al menos un espectador reflexione sobre la situación de los parados de larga duración, seré feliz”.

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LA GENTE PEQUEÑA

Como lo eran sus personajes en títulos como 'Mademoiselle Chambon' (2009) y 'Welcome' (2009), el de 'La ley del mercado' es un representante de esa “gente pequeña” a la que Lindon rindió tributo al recoger el premio al Mejor Actor en el pasado Festival de Cannes. “Sentí que millones de partículas eléctricas me recorrían el cuerpo. Supongo que eso es la felicidad extrema”, recuerda el actor acerca de un galardón que, para entendernos, es al cine lo que el Nobel a la literatura o la medalla de oro olímpica al salto de pértiga. “Pero en general detesto los elogios”, matiza. “Cuando haces todo lo posible por ser bueno, que te reconozcan el esfuerzo es casi como que lo devalúen”. Si la humildad franciscana de sus palabras suena afectada, cualquier duda se disipa al ver sus ojos encharcados.

Hablábamos de incongruencias. Y que Vincent Lindon use el cine para hacer política de izquierdas es, a priori, otra de ellas. Proviene de una familia de la alta burguesía judía francesa. Su tío-abuelo fue André Citroën, fundador de la marca automovilística homónima; su abuelo Raymond fue fiscal del Tribunal Supremo, y participó en la creación del Estado de Israel. “Me crie en un entorno burgués, pero tengo cuerpo de obrero”. El mayor de tres hermanos, él fue el único que no estudió y, por tanto, algo parecido a una oveja negra. “Soñaba con ser cirujano, o incluso presidente. Quería hacer un gran descubrimiento, o aprobar leyes que ayudaran al bienestar colectivo. Dejar huella, ser útil”.

DEL BRAZO DE CAROLINA DE MÓNACO

En lugar de eso, durante mucho tiempo se centró más bien en pasar las noches jugando al póker, entreteniendo a los paparazis del brazo de la hijísima Claude Chirac –10 años juntos– o de Carolina de Mónaco –siete años–, viviendo la vida loca. Pero a medida que se pulía como intérprete, que perfeccionaba ese don para reflejar tanto tormento con solo una mirada, también puso cierto equilibrio en su vida. Se casó –con la actriz Sandrine Kiberlain, actualmente están separados– y tuvo hijos –Marcel, de 19 años, y Suzanne, de 16–, y mientras su estatus de celebridad aumentaba, también lo hacía su rechazo a vivir de acuerdo con él.

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“No quiero fiestas, no quiero vacaciones. Vacaciones significan vacío, y eso no es lo mío”, sentencia. Para él, perder el tiempo es un crimen. “Cada mañana anoto en una libreta todas las tareas del día, y no paro hasta haberlas cumplido todas. No me entretengo ni para almorzar: como a enormes bocados, de forma grotesca. Invitarme a comer en un sitio caro es una tontería: no saboreo la comida”. De hecho, su temperamento ansioso le empuja a rechazar placeres y comodidades. “Siempre me siento en una posición incómoda, al borde de la silla”, comenta sentado al borde de la silla. “Si noto que tengo una piedra en el zapato, puedo pasarme horas antes de quitármela. Sentirme a gusto me inquieta”.  En los rodajes, reconoce, se siente ridículo fingiendo ser quien no es, y por eso los pasa preguntando a sus directores, protestándoles, dándoles mala vida.

SIN CASTILLO NI LIMUSINA

También a causa de eso es muy cuidadoso leyendo guiones. “Recibo decenas de propuestas y rechazo muchas. Porque no tengo lujos que mantener: no tengo una limusina sino una motocicleta, ni un castillo en la Costa Azul sino un apartamento más bien modesto. No tengo secretaria ni peluquera. No soy rico ni quiero serlo. Todo cuanto tengo son mis principios, y lo que más me importa es dormir en paz con ellos”. 

Es poco probable que Lindon vaya a perder el sueño próximamente, al menos a juzgar por la película que estrenará en nuestro país después de 'La ley del mercado'. 'Los caballeros blancos' se inspira libremente en el caso de El arca de Zoé, organización no gubernamental francesa cuyos miembros fueron condenados a trabajos forzados en diciembre del 2007 por intentar secuestrar a un centenar de niños huérfanos de Darfur con destino a Francia. Dirigida por Joachim Lafosse, la película cuestiona los límites morales del humanitarismo. 

“Violar la ley para ayudar a quien no quiere ser ayudado es un síntoma claro de intoxicación narcisista”, opina Lindon acerca de la nueva película, premiada hace unos meses en el Festival de San Sebastián. “Y ese es un mal muy habitual de este siglo XXI, porque las redes sociales son un soporte idóneo para ese narcisismo”. En ese sentido, el actor lamenta que muchos de sus colegas acostumbren a pontificar sobre asuntos políticos o a erigirse en adalides. “Durante un tiempo, yo también lo hacía y luego, cuando me leía a mí mismo en el periódico, sentía vergüenza”.

MENOS SERMONES Y MÁS REFLEXIÓN

De esta forma, sostiene que las películas deben invitar al espectador a reflexionar, no darle lecciones. “La gente no va al cine para que la sermoneen –concluye–. El cine solo sirve para algo cuando plantea preguntas, no cuando da respuestas”. Sabe de lo que habla. Tanto 'Welcome', en la que daba vida a un socorrista que ayudaba a un refugiado kurdo decidido a cruzar el Canal de la Mancha nadando, como 'Algunas horas de primavera' (2012), donde encarnó a un hombre que ayuda a su madre a recibir un suicidio asistido, contribuyeron a provocar cambios en las leyes francesas. “Yo uso el cine para protestar”, insiste. Y acepta que ganarse la vida protestando tiene un coste. “Un amigo me llamó hace no mucho y me dijo: ‘Vincent, debes protegerte un poco’, y sé a qué se refería. Yo no interpreto personajes: yo soy cada uno de ellos, para siempre. Y no sé cuánto tiempo pasará antes de que cargar con tanto peso acabe conmigo”.