Una ventana a la guerra

dominical 663  mujeres en guerra jordania

dominical 663 mujeres en guerra jordania / periodico

RAMÓN LOBO

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Para saber cómo es una guerra no siempre es necesario contar las balas, medir los avances, conversar con los generales, saber quién gana cada batalla; a veces es suficiente escuchar a los que pierden, a las víctimas, palpar sus heridas, escuchar sus necesidades. Lina Mur es jordana y terapeuta, tiene 34 años. Se mueve con dificultad por la sala de recuperación del nuevo hospital de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Ammán. La mañana trajo sol y silencio. El centro, especializado en medicina reconstructiva y ortopedia, el mejor de la zona, se va poblando poco a poco de pacientes y familiares. Vienen con sus muletas, mantas y trastos de resistencia desde el viejo hospital, una desvencijada segunda planta de un centro regentado por la Cruz Roja de Jordania. Están todos de mudanza y enhorabuena. El nuevo es amplio, luminoso, moderno e integra todos los servicios en un mismo inmueble. Está situado en lo alto de una de las colinas de Ammán. Calle abajo se oye el bullicio de la vida, de la paz. 

Lina Mur se mueve tan despaciosamente porque arrastra un embarazo de ocho meses. Se queja de su sobrepeso: “¡He engordado 20 kilos!”, exclama señalando la tripa con las manos. En medio de tanto dolor, ella porta esperanza, alegría. Los pacientes observan su cara radiante y su sonrisa perenne. En ella está la energía necesaria para dejar atrás la desgracia y el dolor. Lina Mur tiene el habla reposada, como si todo, cuerpo, gestos y voz, necesitara de un esfuerzo supremo. 

Enass Abu Khalaf-Toffaha trabaja en prensa de MSF en Ammán. Lleva la cabeza cubierta por un hermoso hiyab de dos piezas: una elástica que se asoma en la frente, y que sirve para recoger el pelo, y el pañuelo que lo envuelve. Es palestina. Tras pasar la jornada con nosotros en el hospital y compartir experiencias de los pacientes, se anima a desvelar su noticia: “También estoy embarazada, pero solo de tres meses”. En la comida, cuando se ha establecido una cierta confianza, me intereso por el hiyab. “No soy una persona religiosa, pero decidí ponérmelo hace unos años. Así me siento cómoda. Es solo una opción personal. Mis hermanas, por ejemplo, no lo usan. A mis hijas no les obligaría a ponérselo. Debe ser una decisión individual”.

"No se trata de salvarles la vida, sino de reconstruir su dignidad"

Enass está orgullosa del nuevo hospital de Ammán. Lo siente como propio. Todo empezó en el 2006 como respuesta a la guerra de Irak, a la necesidad médica de contar con un centro de alta capacidad en la retaguardia. Ahora que la zona se ha enmarañado les llegan heridos de Siria y Yemen, además de Irak. Los hubo también de Gaza en el 2009, tras la incursión israelí. Asisten a 250 pacientes con un presupuesto anual de 7,5 millones de euros. Desde su creación han tratado 3.400 casos. Muchos han necesitado entre 10 y 15 operaciones quirúrgicas. El récord lo tiene un niño iraquí: 32.

Algunos de los heridos llegan con grandes daños debidos a los coches bomba o la aviación. Un herido que necesitó la reconstrucción de la mandíbula estuvo tres años sin poder comer alimentos sólidos. Los que llegan al centro no están en peligro de muerte. “No se trata de salvarles la vida, sino de reconstruir su dignidad, ofrecerles cierta movilidad, una mínima calidad de vida”, dice Enass. Existe una red de médicos iraquís, y ahora sirios, que filtran los casos que deben enviar al centro de Ammán. Tanto en Siria como en Irak había buenos hospitales y una excelente red médica. La guerra lo ha destruido todo. MSF suele ser muy bueno donde no hay nada. El hospital de Ammán tiene un reto, la prueba de que también se puede trabajar desde la retaguardia. Los cambios en los frentes también han modificado la composición nacional de los pacientes: ahora el 50% son sirios.

Tirando piedras en un estanque

Marc Schakal, jefe de la misión de MSF en Ammán, que se encarga del hospital, reconoce que necesitarían más camas, más centros, médicos, enfermeros y medios. “Es solo una gota en un océano de desgracia”, admite. La periodista y escritora estadounidense Martha Gellhorn, que cubrió como enviada especial de la revista Collier’s la guerra civil española y fue la primera reportera en pisar las playas del desembarco de Normandía, dijo una vez: “Tiro piedras en un estanque; no sé qué efecto producen en él, pero yo, al menos, tiro piedras”.

El hospital de guerra de MSF en Ammán es el más importante de la región. En él se reconstruyen rostros, se practica la cirugía plástica, se trabaja para recuperar extremidades. Hay tiempo, medios y paciencia. En la guerra, donde escasean los médicos, los enfermeros y la anestesia, se amputan los miembros dañados. No hay tiempo para más, no hay alternativas. En el hospital musulmán de Mostar (Bosnia) no se atendía a los heridos de manera inmediata en los peores días de la guerra, en la primavera de 1993. Se dejaban en camillas en la puerta trasera para comprobar quién entraba en 'shock' y quién no. El único cirujano de aquel centro lo explicó con una frase demoledora: “No tiene sentido operar a quien va a morir, tengo que concentrar mi esfuerzo en salvar a los que pueden vivir”.

La evolución de la guerra: de las armas ligeras a las bombas de barril

La doctora Nagham Hussein es la directora médica del hospital de Ammán. Es la organizadora. Con ella trabajan diez cirujanos, ocho de ellos iraquís, y una pléyade de enfermeros y auxiliares jordanos. Habla sentada detrás de una mesa que le sirve de frontera física y emocional frente al periodista que pregunta, que remueve su pasado. Algunos pacientes se acercan para consultar. Uno de ellos, un yemení llamado Mohammad Abdullah, tiene la pierna maltrecha, viene con sus papeles en la mano. No quiere que le den el alta. “Son casos que necesitan varias operaciones. Se trata de reconstruir miembros muy dañados. Cuando se recuperan de una operación, les damos el alta hasta que llega la siguiente. En este caso, debe regresar en seis meses”. Al principio, las familias se encargaban de dar de comer a los pacientes; en el nuevo hospital todo corre a cuenta de MSF.

A veces, llegan médicos procedentes de Europa para casos en los que se requiere una especialidad concreta. “El hospital es una ventana a la guerra. Desde aquí hemos visto la evolución de las heridas y de la misma guerra en Siria: pasamos de las producidas por armas ligeras a las quemaduras por las bombas de barril”, dice Enass. Esas bombas que lanza el régimen han matado a más de 11.000 personas en Siria desde el 2012, la mayoría civiles. Solo en Alepo mataron a 3.000 civiles en el 2014. Es un crimen de guerra y un crimen contra la humanidad.

Un 45% de los pacientes son resistentes a los antibióticos

La doctora Nagham tiene 48 años y tres hijos; la mayor estudia en la universidad en Jordania. A la vez de ejercer de directora médica es una refugiada más. Dejó su casa en Zayona, en Bagdad, en el 2006, cuando su vida y la de su familia más cercana corrían peligro. Atrás quedaron los hermanos, los sobrinos. “Desde la invasión, decíamos: ‘Este año mejorará’, y la situación no solo no mejoraba, sino que cada vez era peor”. En teoría, trabaja entre las ocho de la mañana y las seis de la tarde, pero el horario real lo marcan las urgencias, los pacientes. En su puesto no hay hora de salida. Trabaja con el centro de Ammán desde el 2007. Para ella, los casos más dolorosos son los de los niños. Nadie se puede acostumbrar al terror.

Asegura la doctora Nagham que uno de los inconvenientes más serios a los que se enfrentan es que un 45% de los pacientes son resistentes a los antibióticos, “un problema muy extendido en Oriente Próximo, donde se puede comprar todo tipo de medicinas en el mercado negro”, dice. Los antibióticos en los casos graves, como los que tratan en Ammán, son un seguro de vida. Sin ellos, la ciencia se reduce a una lotería.

Cuando Nagham llega a su casa, comparte las tareas domésticas con sus hijos. No habla del hospital y sus tragedias con ellos. Es como si necesitara protegerlos de la banalidad del mal y de sus consecuencias cotidianas. No sabe cuándo podrá regresar a Irak, un país del que habla con orgullo y nostalgia. “Fuimos un ejemplo en Oriente Próximo, con la mejor educación y las mejores universidades”. Protegida por una mesa metálica, la emoción se le queda dentro, no llega a brotar en ningún momento en sus ojos. A diferencia de Lina Mur, Nagham parece arrastrar una condena, quizá el exilio o el desasosiego que le genera la familia que se quedó atrapada.

Pacientes del Ejército Libre de Siria

En el pasillo del viejo hospital van y vienen las enfermeras y los enfermeros. Los pacientes más graves o los recién operados aguardan en sus camas su traslado al nuevo. Es el caso de Ahmed, un yemení de 8 años. Fue herido en Saada. Lleva tres meses en el hospital. Otros como Mahmud están en el pasillo apoyados en sus muletas. Tiene 25 años, es sirio de Rawa. Reconoce que es un miliciano del Ejército Libre de Siria. Resultó herido el 2 de abril del 2013. Una bala le astilló la pierna derecha. Dice que antes de alistarse en la guerrilla estuvo detenido por el régimen de Bashar el Asad y que fue torturado. No sabe qué va a pasar en su país ni si podrá volver a luchar. “El Estado Islámico está en el norte, no creo que llegue a Rawa, ellos nunca podrán conquistar el sur”. Cuando pregunto si cree que el Estado Islámico será derrotado, dice que prefiere no responder.

Cuando interrogo a la doctora Nagham sobre si tienen pacientes de otros grupos armados, tal vez rivales del Ejército Libre de Siria, o si separan a los sunís y los chiís procedentes de Irak, responde que ellos no preguntan esas cosas. “Para nosotros todos son pacientes”. Mahmud no es el único que reconoce su militancia armada. 

Secuelas de hace ocho años

En el nuevo hospital, Lina Mur se afana sobre el brazo izquierdo de Alí, de 17 años, que está sin fuerza. En cada encogimiento sobre el hombro, el chico arruga la cara y los ojos en un gesto de dolor. Lina Mur le acompaña en el movimiento del brazo mientras le anima por su esfuerzo. El padre de Alí observa de pie sin intervenir. Tras un largo silencio, explica que son turcomanos de Mosul, que su hijo resultó herido de bala por el ISIS en agosto del 2014, durante el cerco del Estado Islámico.

Poco antes, Lina Mur trabajó con el equilibrio de Amani, un niña de 15 años, yemení. Está sorda del oído izquierdo. Un coche bomba también le causó graves daños en la pierna izquierda. Ocurrió hace ocho años y aún arrastra secuelas. Cuando llegó a Ammán, la pierna herida medía siete centímetros menos que la sana. Varias operaciones las han igualado. 

En una camilla cerca de la luz de la mañana está Mohamd Khalat. Es sirio, tiene 40 años, era taxista. Observa el ir y venir de Amani. Ha perdido una pierna y lucha por conservar la otra. Iba en su coche con su hijo en junio del 2014 cuando cayó una de las bombas de barril que lanza el régimen de Asad. Su hijo Rajej, de 11 años, resultó gravemente herido. También está en el hospital de Ammán. Cuando narra su desgracia con un gesto contraído de dolor, logra esbozar una sonrisa. Ammar tiene 21 años y lleva un pañuelo negro que parece ser del ISIS. Reconoce también que era un combatiente del Ejército Libre de Siria, pero no quiere hablar de ello. 

Mujeres-fuerza

Cuando observo a Lina Mur con su rostro iluminado, preñado a su manera, y con una sonrisa prendida en los labios, pienso en otras mujeres heroínas, mujeres-fuerza como la madre de Srebrenica (Bosnia) Hatidza Mehmedovic. Ella le gritó al presidente de Estados Unidos Bill Clinton, durante la inauguración del memorial de Potocari en el 2003: “¿Por qué no hizo algo, por qué no hizo nada?”. Este julio se cumple el 20º aniversario de aquella masacre. 

Conocí a Hatidza Mehmedovic hace diez años en su casa de Srebrenica, tenía la voz dulce como Lina Mur y un rostro de luz, aún con esperanza. Tenía tres desaparecidos: el marido y sus dos hijos. Todo el mundo en Srebrenica sabía que los 8.000 varones musulmanes que nunca llegaron a Tuzla estaban muertos, que fueron asesinados por las tropas del general serbobosnio Ratko Mladic, pero el fondo de Hatidza albergaba un hilo de esperanza, un milagro. Un año y medio después, volví a pasar por Srebrenica, y busqué a Hatidza. Iba con la misma intérprete, Jasmina Nikolic, con quien tan bien había congeniado la madre de Srebrenica en el 2005. Cuando comenzó a hablar su voz era ronca, como si saliera de las entrañas mismas del dolor. Le habían informado del hallazgo de los restos de sus hijos. El duelo había estallado.

El miedo queda atrapado en sonidos y olores

Lina Mur trabaja sobre el brazo de Alí ensimismada en sus cosas, en el bebé que espera, en su trabajo, que es un desafío a la fatalidad. Cuando termina, cuenta que un día trabajaba con una mujer mayor que de repente se echó a temblar en sus brazos al oír el paso de un helicóptero por encima del hospital viejo de Ammán. El ruido del rotor la transportó al instante en que un helicóptero militar sirio había bombardeado su casa. El miedo queda atrapado en los sonidos, en los olores, en los silencios. 

La jueza guatemalteca Jazmín Barrios, una mujer coraje y una luchadora en favor de los derechos humanos, sostiene que los efectos de una guerra afectan de manera clara a la generación siguiente a los que la padecieron. Aquí, en Ammán, en este oasis de esperanza, en esta ventana en la que se puede respirar, sé que mujeres como la doctora Nagham, Enass y Lina Mur cuidan de las piedras de Martha Gellhorn para que nadie diga “no sabía que se podía cambiar el mundo”.