Tokio en 5 restaurantes

La capital de Japón no puede ser explicada solo en cinco establecimientos, pero se tiene que intentar: sushi, fideos, producto ecológico, alta cocina y menú de taberna

Tokio desde las alturas.

Tokio desde las alturas. / periodico

PAU ARENÓS / Tokio

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Comer en Tokio es azaroso, una aventura de riesgo controlado pero desilusionante si a lo que aspira el gourmet es a regresar a casa con una idea aproximada -no seamos ilusos, aproximado es lo más- de la gastronomía japonesa. Equivocarse y elegir de manera pésima es lo corriente. Esos que dicen "en cualquier sitio" o "al salir del hotel" son los que acaban ahogados en frituras de 'fast food'. Es posible zampar de forma pésima y también como primos del emperador, aunque sea sorbiendo un bol escaldante de ramen. A favor de la variedad, elegimos cinco restaurantes de la metrópoli: hay caros y baratos, sofisticados y sencillos, para exploradores y para asustadizos. ¡Palillos en alto!

Narisawa. El mejor restaurante de Asia

El chef ha partido por la mitad el nombre del restaurante. Les Creations de Narisawa solo conserva la segunda parte, el apellido. Con ese hachazo, Yoshihiro Narisawa también se ha desprendido de la cabeza de la serpiente, escrita en francés como rendición a la nouvelle cuisine. Ya libre, puede entregarse a una cocina japonesa aderezada con el wasabi de lo tecnoemocional.

Esta es la segunda visita al establecimiento. La primera fue en 2009 y desde entonces, Narisawa ha dado zancadas, evitando la pesadez y los pasos cortos del sumo. A un precio de billetero gordo (más de 200 euros sin bebida), el restaurante del barrio de Minato dispone sobre la mesa un menú degustación que escarba en el bosque, con el que el chef quiere "recrear la selva" y retornar a la sabiduría de los "antepasados" que vivían "en simbiosis" con los árboles.

Literatura del exceso, no así en los platos. En el ecosistema gastronómico de Tokio, Narisawa es un raro, un torpedo entre cocineros en bicicleta. Algunos estupendos lo consideran, sin que les zozobre el peluquín, el mejor restaurante de Asia.

Apartemos las hojas y la jeringonza para concentrarnos en platos trascendentes que compiten entre los más seductores del mundo. El pan de nueces y cítricos preparado ante el comensal. Acaba de fermentar en la mesa y es cocido dentro de una piedra a 300 grados. No tocar, y lo escribe alguien que escaldó el índice por fisgón.

La sopa de tortuga de caparazón blando (criada en granja), escoltada por una patita rustida con sabor a ave, a cuello de gallina lujosa. Caballa en una calima de nitrógeno líquido y aceite de oliva en polvo, homenaje a las hogueras a orillas del mar en las que los pescadores asaban las capturas. La bellísima berenjena de Kioto encerrada en una capa de agua de tomate con hierbas y flores, una lágrima fundente.

Vinos que casi desaparecen, rozando la invisibilidad, como el Toriivilla Imamura del 2004, recuerdos a yuzu (cítrico) y pera.

La naturaleza y la estación en Narisawa mientras, afuera, la ciudad enleonada desafía con rugidos de cemento.

Ivan Ramen Plus. Los fideos más caros

Es el ramen, la sopa con fideos, más caro del mundo: 70 euros. 60 del taxi y diez del tazón. ¿Por qué vamos a un barecito a una hora de coche del hotel, Tokyo Dome, pudiendo elegir entre decenas de lugares humeantes y cercanos? Por el ruinoso espíritu del descubrimiento.

Seguimos a un periodista de Nueva York, demasiado joven e inocente, convencidos de que nos enredaremos en un ramen excepcional. La credulidad y el entusiasmo son las drogas del aventurero culinario. Toda excursión debería ser atenuada con una dosis de escepticismo. No nos vacunamos a tiempo. Solo después, tras la onerosa y zizgagueante carrera --aun con GPS, los taxistas tokiotas se desorientan como ratas de laboratorio en el laberinto-- sabemos que el cocinero es un judío de Nueva York llamado Ivan Orkin, que está en Manhattan encerando una franquicia. "La apertura más esperada en Nueva York", se entusiasma el veinteañero, editor de una revista electrónica. A ver si lo he entendido, chaval, ¿estamos a las afueras de Tokio para sorber los espaguetis de un forastero?

Abandonados por el taxista, corremos bajo la lluvia sin paraguas por las callejuelas de Setagaya, ciudad o barrio, en busca de la (supuesta) "mejor sopa de la ciudad", lo que pone los ramen de punta a los ramenofólogos autóctonos. Hay 9.000 bares de fideos en la metrópoli. Interrogada más tarde una cocinera local, responde: "No están mal para ser de un 'gaijin' [extranjero]".

Encontrado el edén sopero, un localillo solitario sin las prometidas colas que narraba el entusiasta guía, sacamos el tícket con la comanda. Superado el ataque cardiaco al sospechar que la misma máquina de recibos expende el líquido incandescente y que hemos hecho el agotador recorrido por un vulgar autoservicio, aguardamos en la barra vacía el grial, un recipiente con lonchas de cerdo, recortes de alga nori y fideos elaborados en el establecimiento.

Allí está el aparato para dar fe de la manufactura y las palabras del periodista asegurando el vicio por lo industrial de la competencia. Además de los ingredientes habituales, la ración está cargada con ajo suficiente para narcotizar un ejército.

Buen ramen para diez euros. Pésimo para 70. Podemos salir de la zona en un tren, asustando a los viajeros por el exceso de ajada del brebaje. Que Ivan Orkin tenga fortuna en Nueva York.

Yamafuji. Ecología con palillos

Cuando le preguntan a Yukio Hattori, una celebridad japonesa, presentador o ex presentador de tele, profesor y dueño de una escuela, cuáles son los mejores restaurantes de Tokio, cita Yamafuji, en el barrio de Shibuya-Ku. Aunque olvida decir que es el propietario. Un detalle irrelevante. Es el mismo Hattori, bien maquillado, sonrisa de barro a medio cocer, el que nos invita, aunque después de acomodarnos en este despachito con un cocinero y una plancha que ahúma más que un tren de vapor, se larga. "Es comida ecológica y la especialidad es un pescadito", ha dejado dicho. Se regodea con el prefijo eco, haciendo notar que en esta isla donde se exalta la salud por la comida, lo ecológico aún es una práctica marginal.

En la carta ofertan una cerveza japonesa elaborada al estilo alemán, una marcianada, y muy cara. Miso con espinacas, algas con un tubérculo frito baboso (yamaimo). "Al menos una vez al día, los japoneses comen esa cola". Engancha pueblos, digestiones y evacuaciones. Quien explica es Mari Hirata, profesora, cocinera, una de las comensales. Muge una pieza de buey viejo cortada en cinco porciones: "A los gourmets japoneses les parece duro. Les gustan las cosas tiernas". De ahí que al wagyu le den cerveza y masajes, el régimen de los turistas de vacaciones.

Flor de jengibre, patata, zanahoria, berenjena cruda (ahí es nada). Dulce de calabaza con alubia roja.

El famoso "pescadito", rebozado con panko y acodado sobre una ensaladilla rusa, parece jurel, graso y bueno, aunque con un atractivo insuficiente para salvar la degustación. No así el arroz, con brillo, dulce, granos importantes en su nimiedad. Soja y rectángulos de alga nori para empaquetar la gramínea. A Mari le satisface. Resume el trasiego de platillos como propio de una cena familiar, lo que podrían comer sus hijos esta misma noche.

Tsuki No shizuku. ¿No es un hotel?

Comunicarse en Tokio es similar a atender las evoluciones de un árbitro de béisbol. Imposible descifrar los gestos. Un truco para facilitar las reservas es que las haga el conserje del hotel, el mismo amable personaje que escribirá las señas para que el taxista desemboque en la dirección con los mínimos contratiempos. Y a pesar de las precauciones, el error es posible. No. Lo imposible es escapar del error.

Ha vuelto a suceder en la izakaya (taberna) Tsuki No Shizuku, en un tercer piso frente a la estación de Akihabara, el barrio de la electrónica, hervidero de chips, ensalada de cables y picoteo de leds. Las izakayas venden un-poco-de-todo, una excusa para beber cerveza. En un sistema clasista en el que el vértice lo ocupan las carísimas barras de sushi, la izakaya estaría en las posiciones bajas.

Franquear la puerta es más difícil que entrar en Berlín Este durante los años de la ocupación. Y eso que uno de los comensales tiene nociones de japonés. No saben nada de una reserva y cada vez que se nombra al hotel desde donde se hizo la llamada, los camareros se ciegan: "Esto no es un hotel. Se equivocan ustedes". Sale en auxilio un cocinero nepalí, Prabin Khadka, que habla inglés, aunque insiste en que aquello es un restaurante y no, de ninguna manera, un establecimiento hotelero. La situación se desencalla con una pregunta: "Olvidémoslo todo, ¿tienen mesa?".

El forcejeo verbal ha sido lo más interesante de la velada. No es mala la coca de gambas, el pescado a la plancha (sama) ha sobrevivido a un incendio, el okonomiyaki (eso que llaman ¿pizza?, ingredientes aplastados) es decente y los pinchos de pollo con salsa de ciruelas cumplen sin punzar.

Una pantallita sustituye a la carta. Usar los dedos sobre las fotos es más sencillo que emplear la lengua.

La izakaya es un laberinto de reservados o mesas discretas. Hay intriga en el ambiente pero el extranjero solo la percibe, sin ser invitada a ella. Pasan cosas. Los clientes están escondidos. A lo mejor sí que es un hotel.

Sushi Kyotatsu. Último sushi en tierra

Es la satisfacción del viaje, una aparición de última hora. La mayoría de los aeropuertos son una vergüenza para la gastronomía, incluso la básica. En algunos puestos de comida rápida ensayan métodos para el exterminio. La propuesta de desayunar sushi antes de un vuelo transcontinental puede ser una catástrofe, una digestión estrellada a gran altura.

Por casualidad entramos en Sushi Kyotatsu, junto a la puerta 34 del aeropuerto de Narita, y es un acierto. Frente a nosotros, el itamae Eiji Shingo, que mueve el arroz con manejos de mago. En las vitrinas, moluscos amenazadores y lingotes de atún. Una barra, otros tres cocineros atendiendo a los clientes con la majestad del joyero que deposita un brillante sobre un paño de terciopelo negro para que destaque. Las porciones de arroz son pequeñas, como debe ser. Solo los incompetentes amazacotan proyectiles balísticos, que hieren.

A la izquierda, a través de los grandes ventanales, las pistas. Los descomunales aviones salen uno tras otro y una frase despega en la mente: las ballenas vuelan. Atentos. No hay que perder de vista los dedos del sushiman por si saca una paloma cuando esperamos un nigiri de huevas frescas, producto que se acostumbra a presentar seco y prensado. Algunos profesionales untan el pescado con soja, este no. Las huevas cosquillean en la boca. Son un bocado maestro.

'Gunkanmaki' de erizo y de gambita fresca, nigiri de abalón y de boquerón marinado (un filete de una especie similar). Engullimos como osos pardos con la desdicha de saber que, en unas horas, estaremos cenando la bazofia aérea.