Soledad Lorenzo: "El arte son los artistas"

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LUIS MIGUEL MARCO

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Cualquiera no tiene un 'barceló' en el dormitorio; ella sí. Y una araña de bronce de Louise Bourgeois en el pasillo. Y un óleo enorme de Juan Uslé, otro de José María Sicilia y un tercero de Victoria Civera cubriendo las paredes de ladrillo pintadas de blanco del salón. Y una estantería cuajada de libros de arte en la que asoma un poema con dibujos de Rafael Alberti, una foto junto a Joan Miró y el retrato que le hizo de perfil y fumando Helmut Newton. “En esa época quemaba hasta cuatro cajetillas diarias; ya lo dejé”, recuerda la galerista Soledad Lorenzo (Santander, 1937), esta mujer de pelo blanco, ojos vivaces y extremada delgadez

Recibe en este loft de atmósfera neoyorquina en pleno Rastro madrileño: una cántabra en La Latina. Y lo hace para conversar a propósito de 'Soledad Lorenzo. Una vida con el arte', el libro escrito por el periodista y poeta Antonio Lucas y por el crítico de arte Mariano Navarro en el que, “con las facultades intactas” —recalca ella—, recuerda su vida y la de la más influyente galería de arte que ha tenido España, hasta que cerrara en diciembre de 2012. La madrileña galería Soledad Lorenzo que, como se lee en el libro, “dignificó y sobre todo normalizó la idea del comercio del arte en un país en el que dinero y cultura, precio y arte, nunca han aparecido muy bien avenidos”. La galería es ya un mito, y con ella la mujer que supo hacer un arte del mercado del arte.

¿Se considera ahora más coleccionista que galerista?

Yo no me he considerado una coleccionista nunca. Pero es verdad que en todos estos años me he ido quedando con cosas de la galería que no se vendieron. Y ahora he podido por fin mostrar parte de mi colección al público. [La exposición se ha visto primero en el Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Santander y Cantabria. Y si se dan prisa hasta el 24 de abril está en el Centro del Carmen de Valencia.

Presenta colección y presenta un libro sobre su vida. No hay tradición literaria sobre galeristas. Creo que la mía es la primera biografía. Es que la historia de las galerías de arte moderno es muy reciente. Aquí empieza en los 80.

Quien lea su historia verá que su nombre es un acierto del destino: Soledad. Sí. Me tuve que espabilar sola. Perdí muy pronto a mi marido y al resto de mi familia. Y entendí el valor de la vida gracias a la muerte. Eso me hizo fuerte. Por eso acepto la vida como es y creo que vivir es un privilegio. Hace mucho tiempo que no me quejo. Y cuando pienso en el final, lo hago de forma natural. Solo pido llegar con lucidez.

Sin extendernos, digamos que Soledad nació en plena Guerra Civil y que volvió a nacer cuando conoció a su padre —republicano, admirador de Azaña y alcalde de Torrelavega— en la cárcel, a los 5 años. “Una alma caritativa le salvó la vida”. Recuerda esa figura paterna como un idealista. “Tenía una idea romántica de la política, una visión utópica muy distinta de la que tenemos hoy de los políticos”. Después, el Liceo francés en Barcelona. Su boda a los 22 años. El Madrid de la Avenida del Generalísimo, después La Castellana. El traslado a Londres. Y en Londres, la calle, Beatles, Mary Quant y la minifalda. Pero también un diagnóstico: el cáncer que la dejaría viuda, sin hijos. Sola. A su padre y a sus dos hermanos también se los llevó el cáncer. Y a su madre, un ataque al corazón. De finales de los 70 a mediados de los 80, Soledad no hizo más que enterrar a su familia en el panteón de Torrelavega. Ella es torrelaveguense ilustre desde 2007. Un año antes, le concedieron la medalla de las Bellas Artes.

¿Cómo sale el arte a su encuentro?

Más que de política, en casa se hablaba de cultura. Mi padre coleccionaba arte y los domingos me llevaba a ver exposiciones. La familia Sunyer, que nos acogió en Barcelona, recibía también a muchos artistas. Supongo que el germen estaba ahí. Por eso, cuando muere mi marido, surge la posibilidad de trabajar con Fernando Guerreta. Y después en la galería Theo, con Elvira González. Una cosa llevó a otra hasta que, ya con cuarenta y tantos, me decidí a lanzarme sola y sin red.

¿Recuerda el primer cuadro que vendió?

Esas cosas no se olvidan. La primera obra en Theo era de César Manrique. Y en mi propia galería, un cuadro de Alfonso Fraile.

¿Desde el principio se interesó más por los artistas incipientes que por los consagrados?

Sí. Elvira González era especialista en clásicos del siglo XX. Pero a mí me interesaban los artistas nuevos, la gente joven. Porque el arte son los artistas, eso lo tengo muy claro. Y de la misma forma que tuve relación con poetas y escritores como Luis Rosales, Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti o José Hierro, empecé a tratar con artistas plásticos y a conocer eso que llamo la inteligencia visual, la inteligencia de la mirada, más que la de la palabra. Yo quería estar en ese mundo. Me apasionaba. La suerte es que yo tenía dinero y me lo podía permitir, porque los sueldos en el arte son bajos.

Explica usted que toda su vida, más que el éxito, ha intentado eludir el fracaso.

Es lo natural, ¿no le parece? Uno se pone a trabajar por puro instinto de supervivencia. Mire mi padre: le quitaron todo y tuvo que rehacerse desde cero. Eso fue un ejemplo para mí.

Cuando nos citamos para esta entrevista hubo otra frase suya que se me quedó grabada. “Si quiere hablamos del pasado, pero yo vivo en presente”. Eso me dijo.

Pero ahí está la frase de Xavier Zubiri: “El pasado persiste en forma de posibilidad”. Todo lo que vivo hoy es por lo que he vivido ayer. Todo es una consecuencia. Amando el presente, sigo amando la vida.

De los artistas dice haberlo aprendido todo.

Sobre todo a entender sus obras. Todo el mundo tiene sensibilidad para el arte porque es una experiencia emocional. Ves algo y te atrae o no. Después, esa emoción la cargas de contenido, de esa mirada inteligente para la que no te educan en ninguna parte. De pequeño te enseñan a dibujar, no a mirar. Por eso cuando te metes en la mente del artista comprendes muchas cosas. Sus mentes son diferentes.

¿Cómo hacía para ‘venderlos’?

Montando exposiciones y creando un fondo de obra permanente, lo que hace una buena galería es provocar al coleccionista. Y yo he sido buena vendedora.

¿Cómo cerraba tratos con los artistas?

El arte es caro, también para el galerista. Y yo no creía en los contratos, porque si firmaba y no vendía nada, malo. Así que los precios los pactaba con los artistas y el 50% de los beneficios era para cada uno. Así ganábamos todos. 

Y sin bajar precios.

Es que eso es sagrado. Eso lo hacen todas las galerías serias del mundo y es importante que se sepa. Si yo he marcado un precio con el artista y se lo he vendido a un montón de gente, no puedo bajar las cifras. Eso es un pacto muy serio, porque el mercado es minoritario y te juegas el prestigio.

Y si había descuentos, los asumía usted.

En venta directa, mi política era no bajar los precios. Lo hacía si era para un museo, porque a todos los artistas les interesa tener obra en un museo.

Y con los clientes, ¿cómo actuaba?

Depende. A mí me ha venido alguien y me ha dicho: “Mira, Soledad. Soy muy bruto. No entiendo nada de arte, pero querría comprar algo”. “Estar aquí ya es el primer paso”, le decía. Y luego les asesoraba. Siempre he intentado crear confianza y fidelidad, para que no me abandonaran. Yo quería que entraran desconocidos y salieran amigos.

Claro, pero eso pasaba en un Madrid distinto al de ahora. Al principio había ganas de ver cosas nuevas. Y después se movió mucho dinero.

Eso es verdad. Yo siempre digo que Madrid tiene esa cosa hortera y chillona y, sin embargo, es una sociedad muy abierta. Ahí tenemos el ejemplo de una feria como ARCO, con 33 ediciones a cuestas y sin un mercado nacional detrás.

Luego iremos a ARCO. De momento, retrocedemos hasta a la apertura de la galería Soledad Lorenzo, en un espacio diáfano, unos bajos de la calle de Orfila. Era noviembre de 1986, el año que ingresamos en Europa y en el que Felipe González fue reelegido ese verano presidente al revalidar el PSOE la mayoría absoluta. Para Soledad Lorenzo empezaba también el baile de candidatos a llenar sus paredes.

“Entonces ya tenía más conocimiento y a los artistas los escogía como al novio: les echaba el lazo a los que me gustaban, pero que estaban libres”, cuenta en el libro. Alfonso Fraile, Txomin Badiola, Pello Irazu, Pablo Palazuelo, José Manuel Broto... “Nunca me planteé una galería de consagrados, pero sí quise mirar al exterior”, recuerda.

¿Eran amigos personales o marcaba distancias?

Eran mi familia. Siempre he defendido la idea de que yo era su galerista y ellos, mis artistas. Hay algo de posesión. La parte profesional estaba presente, pero con libertad y respeto mutuo. Estoy muy contenta de que en el libro algunos de ellos me hayan mostrado su gratitud.

Su misión no era comprar piezas que le gustaran a usted sino que pudieran interesarle a alguien.

Y ese consejo sirve para cualquiera que tenga un negocio de cara al público: su función es vender. Es que en España sacralizamos mucho las cosas. Y el arte contemporáneo está sacralizado y, sin embargo, no entendido. Hay mucha gente que habla del arte con mayúsculas pero aún a estas alturas ve un cuadro de Antoni Tàpies y opina que es una soberana tontería.

¿Falta pedagogía, entonces?

Claro. Uno de los problemas que tenemos en este país es que sobre arte contemporáneo se ha hecho mala pedagogía y se ve como algo de cuatro ricos, cuatro galeristas y cuatro artistas consentidos. Y se lo dice una de esas cuatro galeristas.

Entonces quedamos en que el objetivo es vender.

Es que el artista, como todos, necesita el dinero para vivir. Y para crear. Y el que vale más, se cotiza más. El precio se adecua a la fama del artista y a la cantidad de gente que querría tener obra suya. Así funciona el mercado.

Y ciertas piezas solo las pueden comprar los Abelló, Botín y compañía.

No. Fíjese. El mercado no vive de los grandes apellidos, que son cuatro. Vive de esa sociedad desconocida que tiene un cierto poder adquisitivo y ama el arte. Gente discreta que no sale en los periódicos, que tiene dinero, pero no son multimillonarios. Piense que hasta los más acaudalados pagan a plazos.

Ya avisa que no dará nombres.

El listado de clientes es el secreto mejor guardado de una galería. Y eso se queda conmigo.

¿Y es cierto que a algún cliente le aconsejó que dejara de comprar porque se iba a arruinar?

Sí. Como un ludópata. Y no uno ni dos: montones. Hay quien no va a las inauguraciones porque si va, compra. Eso lo sabemos todos los galeristas, de Nueva York a Shanghái.

¿Y el arte se revaloriza?

Siempre. Lo que no hay que hacer es comprar pensando en vender después. Hay que hacerlo si emociona y se puede.

Hablemos de artistas. Usted posee obra de Miquel Barceló porque la adquirió para su colección antes de exhibirla en su galería. Se la quitaban de las manos, vaya.

Yo no he conocido un fenómeno igual, alguien que, siendo tan joven, suscitó tanto interés y tan rápidamente. Es un gran artista y su obra es muy atractiva para todo el mundo, eso es indudable. Pero otros grandísimos no han triunfado. El problema de destacar tan rápido es que también se crean enemistades y recelos. 

¿Cómo fue su relación con Tàpies?

Fue un triunfador desde su juventud. Al principio me parecía que era demasiado grande para mi galería. Lo pongo siempre como ejemplo de pintor que no se ha perdido en la evolución de su vida, que fue interesante de principio a fin. Yo creo que la gente se equivocaba al considerarlo repetitivo.

¿Y cómo eran las conversaciones con Pablo Palazuelo?

Interminables. Para mí ha sido una privilegio tenerle como amigo. Comíamos una vez a la semana y hablábamos de la vida y del arte. Él decía que no interesa educar la mirada inteligente porque el arte no es dogmático. Era un hombre inteligentísimo y un pintor muy respetado, pero solo por una minoría.

Pero si alguien le impactó fue Louise Bourgeois.

La conocí siendo ella muy mayor. Tendría unos 80 años cuando le propuse que expusiera en mi galería. Vivía en una casa en Nueva York que no se había pintado en 50 años y nos caímos muy bien. Me dijo: “Me gustas mucho porque eres profundamente educada”. Fíjese. Y la gran dama era ella. Cuando empecé a trabajar con ella, su obra no tan cara como lo fue cinco años después. Tuvo la inteligencia de confiar en Jerry Gorovoy, que empezó siendo su asistente. Ella no hubiera hecho nada sin él.

Esa araña del pasillo es de ella.

Me la regaló. Me han ofrecido mucho dinero por ella, pero es un regalo y se queda conmigo. Me encanta.

Y a todos esos jóvenes a los que ha apoyado, ¿no les ha dirigido un poco? ¿No les ha dicho por dónde debían ir?

Créame, he visitado a muchos artistas en sus talleres para preparar las exposiciones y nunca me he llevado las manos a la cabeza porque lo que veía me pareciera un horror. El artista que se expone al público pone el máximo interés en lo que hace.

¿El arte contemporáneo está bien representado en nuestros museos?

El drama es que no hay una tradición museística y que el único referente importante es el Reina Sofía. Yo estoy encantada con la labor que está haciendo su director, Manuel Borja-Villel. Como historiador ha dado un nuevo empuje a la colección, que es magnífica y creo que la está defendiendo y utilizando divinamente. El problema de muchos directores de museo es que trabajan pensado en el pasado cuando su materia es el presente.

Se ha jubilado sin ver implantada la ley del mecenazgo por la que tanto luchó.

Sí, y me apena haberme ido sin conseguirlo. No le interesó ni al PSOE ni al PP. Y ahora menos con este ministro Wert que no pinta nada para el arte.

En las sucesivas ediciones de ARCO, también en esta, se ha visto mucha fotografía. A usted le planteaba dudas al principio. ¿Y ahora?

Me gusta mucho la fotografía, pero la pintura es la cosa más difícil del mundo, porque tienes que empezar de cero para crear la imagen. Y el fotógrafo, aunque luego manipule, siempre parte de algo concreto. No es lo mismo.

Este ARCO pasará a la historia por la subida y la rebaja del IVA. ¿Usted se ha aclarado, porque algún galerista confiaba en su contable?

Ni yo ni creo que nadie se ha aclarado. Subir al 21 y luego recortar algo en menos de un año. Y sin dar explicaciones. Es un desastre. El Gobierno ha actuado frívolamente. Con esta crisis están cortando las alas a los artistas, a los jóvenes y no tan jóvenes. Solo sobrevivirán cuatro, porque además los museos no compran.

¿Usted es de las que defiende a Damien Hirst, a sus calaveras y su escualo en formol?

Lo vi en la Bienal de Venecia y me impactó su poética. Hay lógica en su discurso. Y tiene mérito ser capaz de adquirir un nombre a nivel internacional y mantenerlo, a pesar de las críticas furibundas o gracias a ellas. Es necesario un Damien Hirst que genere conflicto, que plantee un reto. Porque la sociedad es conservadora. El problema es cuando eso se hace sin talento, pero no es su caso. Él es uno de los grandes.

Por último, ¿nunca ha pintado?

Yo soy un desastre dibujando.