El peor y el mejor verano de Use Lahoz

En la segunda entrega de esta serie, el escritor catalán rememora con desazón aquel verano de la adolescencia que pasó en el pueblo de su abuela... y sin amigos. Recuerdo que se tiñe de felicidad al visulaizar un viaje a Córcega en pareja

Mejor verano Use Lahoz

Mejor verano Use Lahoz / periodico

USE LAHOZ

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El peor verano: La Hoz de la Vieja

En aquella época, mis padres me enviaban al pueblo de mi abuela desde el 24 de junio, fecha en que terminaba el curso, hasta principios de septiembre. Aunque la adolescencia inauguraba en mí un comportamiento ridículo, esperaba con ganas la llegada de San Juan para reencontrarme con mis amigos de allí, José Angel y Carlos, a quienes semanas atrás había escrito entusiastas cartas llenas de proyectos. Aparecí la noche del 24 de junio y a la mañana siguiente, nada más despertarme, salí a la calle y crucé el puente que separa mi casa de la de José Ángel.

–Qué bien, ya estás aquí –me dijo.

–¿Recibiste mi carta? –le pregunté en la cocina, notando que le faltaba algo por explicar.

–¿Vamos a buscar a Carlos? –y, seguidamente, añadió–: Hay algo que no te hemos dicho...

La verdad era que en tres días José Ángel y Carlos se iban un mes de campamentos a un lugar que nunca olvidaré, Rubielos de Mora. Aún no me había instalado y ya los estaba despidiendo.

Ante mí se desplegaba la intemperie del mes de julio en el pueblo sin nadie de mi edad. Lo que otros veranos era excitante se volvió mediocre. Sin más compañía que un balón iba cada mañana al campo de futbol-sala a marcar goles a ¿quién?, a enviar pases a la red, a inventarme jugadas "yo contra mí". El primer domingo de mes, sin saber qué hacer con la tarde y la propina, dejé la bici en el suelo, detrás de un tractor al que no presté atención, para entrar en el Bar (solo hay uno) y comprar otro Mikolápiz. Al salir, la bicicleta había sido atropellada y, arrugada y completamente resquebrajada, parecía una gran rosa de metal que hubiera conmovido al mismísimo Joseph Beuys.

Sin amigos, sin bicicleta, sin pena ni gloria, me dediqué a esperar. Visto en retrospectiva, mi victimismo me resulta extraño y revelador, quizás fue entonces cuando sin darme cuenta aprendí a estar bien solo. A mediodía, con ese sol de justicia que castiga el Teruel más profundo, mis pasos de vuelta a casa eran objeto de habladurías por parte de vecinas que se refugiaban a la fresca tras las persianas y junto al botijo de barro:

–Pobre... lo que le espera.

Por primera vez mi abuela no tenía que llamarme a las dos a voz en cuello como si echara un pregón. Cuando salía para avisarme de que la mesa estaba puesta y la comida lista, yo esperaba en la puerta, resignado en la sombra.

Las sobremesas de entonces tenían como protagonista a Perico Delgado. Aquel año partía como favorito para revalidar el triunfo en el Tour. Ya que me había quedado sin bicicleta, en la suya deposité mi esperanza. Sin embargo, en una pájara que todavía hoy resulta inexplicable, se despistó y nos regaló un memorable retraso de 2 horas y 40 minutos en la primera etapa, en Luxemburgo. Yo que deseaba emocionantes escaladas, asistí a un digno quiero y no puedo. La frustración debe de parecerse mucho a ese verano.

Cuando José Ángel y Carlos volvieron, ya casi los había olvidado. En el mes siguiente solo hablaron de sus aventuras en el maldito Rubielos de Mora, que yo imaginaba exótico como el Amazonas. En ningún momento preguntaron qué tal me había ido a mí. Para qué, si ya sabían la respuesta.

El mejor verano: Córcega

Me cuesta elegir unas vacaciones porque, para mí, las mejores son las que no incluyen grandes viajes y sí mucha rutina de deporte y concentración. En verano puedo ser un poco aguafiestas. No obstante, unas de las más perfectas las pasé en Córcega, el verdadero puerto de mi vida.

Viví en Ajaccio durante el curso 2006‑2007, y en 2011, con mi pareja de entonces, nos animamos a regresar adonde nos habíamos conocido. Era arriesgado. Volver a un lugar que tu memoria idealiza no está bien visto por los psicoanalistas, puede generar decepciones. Sin embargo, todo fue rodado, quizás porque fuimos sin esa absurda obsesión que a veces nos lleva a los mismos lugares en los que fuimos felices entonces, para revivir momentos imposibles, echando al tiempo un pulso de antemano perdido.

Viajar a un lugar conocido permite ir sin la necesidad de tener que verlo todo. Esta vez, el coche ayudó a prestar atención a cosas anteriormente ignoradas, como la playa de Pianottoli-Caldarello, el mayor descubrimiento del viaje, donde ganamos más horas que en ningún otro lugar. No creo que existan en el mundo mejores playas que las de Córcega. En las del sur, cuyos nombres me aprendí en su día como las tablas de multiplicar –Palombaggia, Santa Giulia, Rondinara– se reveló aquello que decía Claudio Magris: "El sentido de nuestra vida es su aventura en el tiempo". Bañarse, jugar a las palas, comer bajo la sombrilla, leer o mal dormir la siesta en esa arena son actividades que uno hace dejando al tiempo que pase como le dé la gana. Rocappina Cupabbia permanecían intactas, igual que cuatro años atrás. Todo un detalle por su parte. Y volver a Capo di Feno, en las afueras de Ajaccio, con el corazón arrebujado por todo lo que me había dado, fue como abrazar el pasado, ese amigo íntimo que hace mucho que no ves pero que sabe todo de ti.

Que en Bastia nos alojara un amigo permitió volver a girar por el Cap Corse y disfrutar de playas de arena negra y de piedras, y de una ciudad bellamente gastada cuyo mercado mostró la espontaneidad de las primeras veces. Poder cocinar se agradece mucho cuando se viaja. Te hace disfrutar de comida casera y juntarte con viejos conocidos alrededor de una mesa.

En Córcega puedes bañarte en playas junto a unas vacas y dormir en una montaña en mitad de la isla mientras unos cochons sauvages (cerdos salvajes) te dan las buenas noches en un mismo día. Es una isla muy intensa. Su variedad terminó siendo agotadora, y, como todos los buenos viajes, dejó más cansancio que reposo. A la vuelta, abatidos por tanto coche, por orden de mi amigo Simón (a quien nunca llevo la contraria), paramos en el Monasterio de Piedra, donde pasé, una vez más, el mejor fin de vacaciones que pueda existir descansando religiosamente.

Como en los viejos tiempos no faltaron el balsámico baño en la cascada de la Requijada ni la comida en la piscina. Sí, fueron unas vacaciones perfectas, de reencuentro con uno mismo y con la esencia del viaje, esa actividad tan beneficiosa.

USE LAHOZ

De la cosecha de 1976, este barcelonés se estrenó en la novela con 'Los Baldrich' (Alfaguara), que le llevó a colgarse el título de Talento FNAC. Su arte se desbordó en 'Leer del revés' (2005), que fue distinguida en el Festival du Premier Roman de Chambèry. En 2013 ganó el Premio Primavera con 'El año en que me enamoré de todas'. La poesía también le ha inoculado su veneno: 'Envío sin cargo' (2007) y 'A todo pasado' (2010).