MI PRIMERA VEZ

Cuando Milena Busquets vio a un muerto

La escritora narra el encuentro con la muerte y la imborrable visión del cuerpo de su abuela

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MILENA BUSQUETS

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La primera vez que dije que mi abuela estaba muerta fue unos dos años antes de que muriera, un día que me encontré con unos vecinos en el párking de casa. Yo, por alguna razón que no recuerdo, tenía prisa, aunque cuando uno es joven y tiene todo el tiempo del mundo por delante siempre tiene prisa, solo empezamos a dejar pasar las formidables posibilidades que nos ofrece la vida mucho después, cuando el tiempo se va acortando y creemos que ya solo existe un único horizonte benigno, y me pareció que el modo más rápido de sacármelos de encima y de abreviar una conversación que prometía ser terriblemente soporífera era diciéndoles que mi abuela estaba muerta. 

En los 35 años largos que vivimos en aquella escalera, jamás aprendimos el nombre de ningún vecino y jamás asistimos a ninguna reunión de la comunidad. Cuando ocurría algo que mi madre consideraba excesivo, como por ejemplo la prohibición de que el servicio se bañase en la piscina comunitaria, escribía un artículo y durante los meses siguientes algunos vecinos no nos devolvían el saludo (aunque bien es cierto que algunos otros, pocos, nos daban la razón por lo bajinis).Mi madre y mi hermano no se daban ni cuenta y a mí me importaba un pimiento que los vecinos, viejos burgueses que no leían ni un libro (para mí, durante muchos años el peor insulto, lo peor que podías decir de alguien, era que “no leía ni un libro”), me saludaran o no. 

En cuanto dije que mi abuela estaba muerta y vi su cara de estupor, una expresión facial no demasiado habitual en los ajardinados y pacíficos edificios del paseo de la Bonanova, el equivalente barcelonés, algodonoso y azulado, de la calle donde aterriza Mary Poppins en Londres, me di cuenta de que había metido la pata y de que me iba a meter en un lío descomunal si mi madre llegaba a enterarse de que yo iba diciendo por ahí que mi abuela estaba muerta, así que rectifiqué al instante con un: “¡Ah, no, perdón, me he liado! Está muy bien. Gracias”.

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En aquella época, y a pesar de haber perdido ya a una parte importante de mi familia, yo mantenía con la muerte y con la enfermedad la misma relación frívola, apasionada, inconstante y un poco altanera que tenía con todo lo demás. Entraba y salía de todo con paso ligero. Había pasado dos años obsesionada con el Holocausto y unos meses dolorida por la muerte de una amiga del colegio, y la muerte de mi padre me había roto el corazón y había cambiado cada molécula de mi cuerpo, o así lo sentía yo, pero había superado las tres cosas y me sentía inmortal, más inmortal todavía por haber superado esas tres cosas. En la juventud y hasta la mediana edad, uno tiene la sensación (necia y falsa, pero sumamente útil para seguir adelante) de que todo lo que le pasa le hace más fuerte, de que todo suma y nada resta.

Durante los dos años que transcurrieron entre mi descerebrado comentario del párking y la muerte real de mi abuela, tuve que ir en múltiples ocasiones a despedirme de ella. Mi madre vivía en el mismo edificio y yo iba a visitarla cada día. Pasaron muchos años y muchos pisos antes de que pudiera considerar como propia otra casa que aquella en la que crecí. El día que mi madre transformó mi dormitorio en una habitación de invitados, yo ya hacía más de diez que me había marchado a vivir fuera (me marché en cuanto cumplí los 18 años, nunca le he hecho ascos a la libertad, nunca he sido rezagada) y aun así me pareció una ofensa imperdonable.

Algunos días mi madre me pedía que pasara a saludar a mi abuela, que vivía en el piso de arriba, y al menos dos o tres veces a la semana comíamos con ella.

Cuando pasábamos un par de días sin ir a visitarla (por cansancio o por compromisos de trabajo, o porque mi madre y ella se habían peleado), de repente, se presentaba en casa Celia, su cocinera. Parecía tener un sexto sentido para saber cuando también iba a estar yo y así amargarme el café o la comida o la charla con mi madre. Llegaba resoplando como si hubiese corrido una maratón, con los ojos desorbitados, el delantal torcido y los cabellos grises, que normalmente llevaba impecablemente peinados y recogidos, desgreñados y sueltos. Mi madre y yo siempre pensamos que se los despeinaba antes de entrar para darle más efecto a la escena, como hacía yo, jovencita malvada, antes de entrar en casa de algún novio, para que pensara que salía de otra cama, de una vida trepidante.

Celia era gallega y tenía con la muerte una relación mucho más cercana, apasionada y familiar que nosotras, que discurseábamos sobre ella para alejarla, para no reconocer el pavor que nos daba. Hablar de la muerte es como hablar del amor, no tiene nada que ver con la cosa en sí, como el mar.

Celia, después de irrumpir de aquel modo dramático y precipitado, se quedaba unos segundos callada, mirándonos con cara de emoción y, de repente, susurraba de modo casi inaudible:

–Tienen que ir a despedirse de la señora.

Inmediatamente adoptábamos su mismo tono cuchicheante, dejábamos lo que estuviésemos haciendo y subíamos de puntillas hasta el piso de arriba.

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Mi abuela nos recibía en la penumbra, como siempre (se acostumbró a vivir en la oscuridad: decía que la luz le lastimaba los ojos, yo creo que ella, que había vivido siempre tan cerca de la luz, intentaba ahora, a toda prisa, acostumbrarse a la noche), con un lamento incomprensible, pero sentada en su sillón, no postrada en su lecho de muerte, y con aquellos maravillosos ojos azul pálido que todo lo veían y que de todo se reían, refulgentes como siempre.

–¿Os habéis olvidado ya de mí? –preguntaba.

Y le asegurábamos que no. Y al cabo de un par de días volvía a bajar Celia para que nos fuésemos a despedir de la señora.

Nunca me despedí de ella. De momento, me he perdido todas mis muertes. Llego tarde a las muertes del mismo modo que llego tarde a los almuerzos o al cine, llego deprisa, con el pie ligero, pero llego tarde.

Celia, más compuesta que nunca, me preguntó si quería entrar a verla. Yo quería decir “no, ni de coña” pero dije “sí, claro” y entré. Esta vez sí que estaba tumbada en la cama, deseé que hubiese tenido una muerte tranquila. Pensé que era la primera vez que veía a un muerto, pensé que no quería ver a ninguno más. Estuve triste durante unos días. Y continué con mi vida. Quería a mi abuela. Pero todavía desconocía la diferencia primordial que existe entre que muera alguien a quien quieres y que muera alguien a quien necesitas. De lo primero te puedes reponer, de lo segundo, no. Pero eso yo solo lo descubriría muchos años después. 

{"zeta-legacy-despiece-horizontal":{"title":"Milena Busquets","text":"Barcelonesa de 1972, hija de escritora y sobrina de arquitecto. Su segundo apellido, Tusquets, tiene peso en la cultura de la ciudad. Ha sido editora (RqueR) y estudi\u00f3 arqueolog\u00eda en Londres, actividades que parecen desligadas y que tienen en com\u00fan la b\u00fasqueda. En el 2008 public\u00f3 la novela\u00a0'Hoy he conocido a alguien', aunque tuvo que esperar al 2015 para conseguir un \u00e9xito brutal con 'Tambi\u00e9n esto pasar\u00e1', que atrap\u00f3 a los editores desplazados a la Feria de Fr\u00e1ncfort y fue vendida a una treintena de pa\u00edses. El mundo editorial aguarda con ansia el tercer libro. Los lectores, con fervor.\u00a0"}}