Miguel Ríos: "Esto nunca lo había contado"

El rockero relata en su autobiografía asuntos hasta ahora ocultos con el trasfondo de 50 años de la sociedad española

Miguel Ríos

Miguel Ríos / periodico

CARLOS MARCOS

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Lo que sigue no es un episodio de la erótica saga 'Cincuenta sombras de Grey'. No señor. Lo que se lee a continuación pertenece al libro de memorias de Miguel Ríos, 'Cosas que siempre quise contarte' (Planeta), escrito por él mismo: “Un revuelto de rostros, labios, pezones, caderas, culos, flujos, salivas, sabores, olores, gritos, susurros, húmedos oficios que me llevaron al éxtasis y a algún que otro gatillazo”. “Sí, sí, también ha habido algún gatillazo, y lo recuerdo”, comenta Miguel Ríos entre carcajadas. Enfundado en una estrecha cazadora de cuero, con vaqueros y con una reciente barba quijotesca, el veterano músico se mantiene rockero y apuesto a menos de un año de cumplir los 70 (el 7 de junio de 2014). Tras despedirse de las giras hace dos temporadas, el músico se ha pasado unos cuantos meses escribiendo sobre su vida, la que cuenta cómo un muchacho que se magreaba con una compañera mientras trabajaba de mozo en los Almacenes Olmedo de Granada llegó a la cima.

Desvela el peor trago de su vida, un episodio que le ha perseguido y que permanecía oculto. He querido contar cosas en el libro que no eran muy contables. Una de ellas es lo de la cárcel. Entonces [mayo de 1972], en la Dirección General de Seguridad [Miguel Ríos fue detenido por la Brigada Especial de Estupefacientes por un chivatazo, con una acusación: consumir marihuana], descubrí que no era el tipo duro que creía ser. Esto nunca lo había contado. Después de tres días en aquel lugar infecto, muerto de miedo, me di por derrotado: caí en la delación, en reconocer que otras tres personas fumaban conmigo. Fue terrible. Me quedé destrozado mucho tiempo. Afortunadamente, no hubo dolo para esas tres personas, porque avisé a tiempo. Además, era gente de posibles. Pero me dejó derrotado. El dilema que se me presentó fue: cómo hubiera sido yo si hubiera aguantado y no hubiera revelado esos nombres. Porque hubiese salido muy fortalecido como persona. Durante mucho tiempo eso fue una especie de estigma. No podía representar el verdadero papel de rockero porque sabía que durante unos minutos había sido un mierda. Eso fue terrible. Cuando lo escribí para el libro me pregunté si sería a causa de la educación judeocristiana, ese sentido de culpa que me va a perseguir toda la vida. Me costaba pasar página, decir: “Bueno, sí, pasó. A mí también me denunciaron otros y dijeron que yo fumaba”.

Es conmovedor el final de ese episodio, cuando usted sale de la cárcel después de un mes y se abraza a su hermano, que le va a recoger. ¿Cuántas veces ha llorado escribiendo el libro?

La verdad es que siempre he sido poco sentimental. No he sido blandillo en ese sentido. Obviamente cuando me fue a buscar mi hermano Paco, lloré; pero no cuando lo escribí. Sabe lo que pasa: es que yo me lo pasaba muy bien en aquella época. No tener dinero para comer, literalmente, que pasó a veces, lo veía como algo lógico, como algo que me tenía que pasar. Veía normal que llegase a Madrid desde Granada a aprender un oficio y que lo pasase mal al principio. Y la incertidumbre del futuro en cuanto a mi carrera, que era evidente, se compensaba porque yo sabía que iba mejorando, que progresaba.

En realidad, el libro funciona como una crónica social y cultural de los últimos 50 años en España.

Es que he tenido la suerte de estar con quien partía el bacalao, y en casi todas las disciplinas. Eso es un bagaje personal, es lo que yo he ganado, mi victoria sobre lo que se suponía que iba a ser mi vida. Fui un dependiente en una tienda de Granada que se suponía se casaría, tendría hijos, etcétera. Igual hubiese sido una vida más apacible que la que yo he vivido. Pero la que yo escogí traía de regalo esto: conocer a gente muy interesante, como Ángel González, Alfredo Di Stéfano, José Saramago… Yo, que no he sido mitómano, sí he sido consciente del talento de la gente que he conocido.

¿Quién fue la mujer que se ligó que luego fue ministra? ¿Y la actriz de ojos azules? ¿Y la ayudante de dirección que terminó siendo muy influyente?

[Risas] Se dice el pecado, pero no el pecador. He dejado unas piedrecitas puestas por el camino. Si el lector lee entre líneas y encaja años igual puede saberlo. Pero no he querido dar nombres. Y no creo que yo sea un buen partido para que se sepa con quién he estado [risas]. Pero quiero decir que yo siempre he sido ligado, no ligador. De pronto, en la vida he tenido algunos regalos que he sabido apreciar muy bien. Hubieran tenido que ser romances más largos para que hubiese identificado a la persona.

Fue usted muy precoz sexualmente: 14 años.

Esa fue una de las cosas que me costaba mucho no contar. Mi hermano Paco me decía: “¿Has visto cómo está la vecina?”. Ella tendría veintitantos. Y lo mejor eran los niquis de nailon, que se adaptaban a su cuerpo... Me dejaba que le magrease, pero no llegábamos a más. Para mí era suficiente. Fue un milagro. Durante muchos años, me ayudó a que Onán me tuviera en su lista. Imagínese cómo era aquella España, de finales de los cincuenta. Yo entiendo la prevención de ella, porque si se llegan a enterar hubiese sido un escándalo brutal, terrible. Era una mujer prodigiosa para mi vida. Yo no sabía si cruzar las piernas como las cruzaba era como se hacía en sitios que no fueran mi barrio de Granada. Subía las escaleras hacia mi casa burro, burro total. Me decía: “Miguel, tío, no seas cateto. Seguro que las mujeres son así”. Fue un dulce dilema.

Algunas fases del libro lindan el erotismo cuando cuenta sus amoríos.

Pero mi relato no es impúdico. La función del libro es rellenar vacíos en gente que me ha apreciado como músico, personas que alguna vez hayan comprado un disco mío, para demostrar que somos todos de la misma materia. Hombre, Keith Richards puede haber esnifado las cenizas de su padre [así lo reveló el stone en su autobiografía 'Vida'], pero al final es de carne y hueso, como todos los demás.

Hablando de Keith Richards, conviene decir a los buscadores de biografías de rockeros con sexo, droga y ‘rock and roll’, que la de Miguel Ríos no decepciona.

Ya me hubiera a mí gustado mostrar esas fotos donde se ve a los Stones o a Rod Stewart rodeados de tías en los aviones. Pero eso no ha ocurrido. Lo mío ha sido más en petit comité. Pero no me puedo quejar. Además, siempre he trabajado para ligar. El sexo, la droga y el rock and roll están dentro de los motores de los rockeros. Lo que pasa es que empiezas a no sentir necesidad de exhibicionismo cuando no puedes cumplir con uno de los tres, o con dos [risas]. Si ya no fumas canutos, como me pasa ahora, hay como una depreciación de lo que era ese motor.

Sí, sí, pero a Keith Richards no le pilló su madre en su primera orgía, como le pasó a usted.

[Risas] Bueno, es que no era una orgía. Fue un polvo afortunado. Conocimos a unas chicas en un club en Madrid y pasamos de “oye, adónde vais…” a estar en mi casa. Lo que pasó esa vez es que coló. Y resultó que mi madre vino a visitarme desde Granada y casi me pilla.

En el libro relata cuándo se fumó su primer porro (le sentó muy mal, hasta el quinto no funcionó), su primera raya (que se la dio Enrique Guzmán, de los Teen Tops) y su primer LSD, que le inspiró la canción ‘El viaje’. ¿Cómo se libró de los estragos de la droga dura?

Por una parte, por la férrea disciplina del deporte, que yo hacía en el gimnasio y con mis partidos semanales. El deporte me ha salvado de muchas cosas. Siempre quería estar a punto de revista para ir a tocar. Siempre tenía eso de “estar al servicio de…”. Y eso suponía que tenía que salir al escenario, cantar, correr, dar saltos… Quería ser energético cantando. Y con las sustancias no se puede salir al escenario. Y, luego, es que había que ser muy torpe para caer en la heroína. Torpe entre comillas, porque se notaba inmediatamente el efecto. Veías claramente la degradación. Eran corredores sin retorno.

Pero usted probó muchas cosas...

Yo era viciosillo, pero también muy respetuoso con las drogas. Con el LSD fui muy, muy respetuoso. Tomaba, pero no hacía como algunos amigos, que se tomaban tres a la semana y, claro, se quedaban colgados. Sobre todo a principios de los ochenta la heroína estaba muy presente. Me acuerdo que los compañeros me miraban muy mal, porque decían que yo pontificaba contra la heroína, como aleccionando. A mí ha venido gente, que es de las grandes contribuciones de las que estoy absolutamente contento de la función de la música en la sociedad, diciéndome: “Tío, no sabes lo que me ha ayudado escuchar Un caballo llamado muerte [una canción contra la heroína que escribió en 1979]. Yo he salido de la heroína al escuchar esta canción”. Ni la medalla al mérito a las Bellas Artes ni su puta madre. Eso es mucho mejor. Y eso me ha pasado.

Resulta llamativo la obsesión por triunfar que tenía usted, por ser el número uno, sobre todo al principio de su carrera. No le pega.

Hay dos cosas que me sorprenden incluso a mí al leer las cartas que le enviaba a mi cuñado. Estuve sin leerlas toda mi vida y las revisé para la autobiografía. Una es que hablaba todo el tiempo de Dios, y yo creía que ya era ateo desde muy jovencito. Y veo que no. Las cartas están llenas de “gracias a Dios”, “si Dios quiere” y todo ese tipo de coletillas. Y también me sorprende el afán que tenía por ser el número uno. Y eso es mucho de los primeros sesenta. En aquella época se podía ser el número uno del rock porque éramos muy pocos. Y sobre todo el objetivo era llevar a mi casa tranquilidad, que no se preocuparan, que yo estaba en Madrid con el objetivo de ganarme bien la vida. 

Ahí entra el pánico al qué dirán. Es que eso era todo. Durante mucho tiempo fue el impulso de mi carrera. Y no era solo una cosa mía. El qué dirán era la gasolina de este país. Como en un barrio como el mío, La Cartuja (Granada), donde todos nos conocíamos, y donde había solidaridad y cariño. Pero también era un panorama de casas cerradas, tan lorquianas, tan todo para adentro. Eso flotaba en el ambiente. No sé si también en las ciudades más grandes, pero en los barrios de Granada, sí. La vida era como: “Cuidado, que no sepan ni nuestras dificultades ni nuestras alegrías ni nada”. Existía ese rollo de que no te podían avergonzar por algo. Yo siempre estaba con la amenaza de tener que volver derrotado a Granada. Eso de ir a los billares del barrio y que se mofasen de ti: “Qué pasa, Mike Ríos. Y los discos, dónde están… “. Eso era terrible. Y los Almacenes Olmedo, donde empecé a trabajar, era la universidad de la mala follá. Era increíble. Fueron unos cabrones. Pero me vino bien, porque me afilaba para la vida.

¿Se ha mordido mucho la lengua en el libro?

No. Hablo de mi relación con el PSOE, de simpatía, no de militancia. Pero también hablo de las desilusiones que me llevé con el rollo de la ceja. Dos años después le estábamos haciendo a Zapatero una huelga general. Había simpatía por unas ideas políticas, pero en el momento que no cumplió, como a mi juicio pasó, y cambió de acera, había que decírselo. Y si hay que decírselo en la calle, se dice. La praxis del politiqueo me jode mucho. Es gente se ha depreciado ante mis ojos. Alguien no puede dar un cambio tan radical si no lo explica bien. Y se hacen elecciones generales otra vez con estos cambios sobre la mesa. El juego político es para ellos: es gente que está todo el día maniobrando.

No cuenta cosas de Lúa (35 años), su única hija, cuando, además, ella es también músico (canta en el grupo We are Balboa).

Uno de los regalos más grandes que me ha hecho la vida es mi hija. Con ella he aprendido que existe una forma de amor sin condiciones. Y a mí eso me emociona mucho. El libro tiene una dedicatoria que es a Lúa y a mi actual pareja, Regina. Si no hablo mucho de Lúa en el libro es porque ocupa un espacio tan vital en mi vida, tan gigantesco, que me cuesta trabajo hablar de ella. Lo que ocurre es que no puedo escribir el relato de su propia vida. A mí me gustaría que lo escribiese ella misma. Tenemos una relación muy buena. Ella sigue intentando vivir de la música, una profesión que prácticamente no existe en España. Así que se ha tenido que ir a buscarse la vida a Nueva York.

Hay una gran promesa en el libro: hasta que no se vaya Florentino Pérez no irá al Bernabéu a ver a su equipo. ¿Por qué tanta inquina hacia el presidente del Real Madrid?

Es que estoy en total desacuerdo con la línea de este hombre con el Madrid. Ha desnaturalizado al equipo. El Madrid no es lo que Florentino cree que es. No. El Madrid es la reunión de cientos de miles de personas donde hay fresadores, trabajadores de la construcción, maestros, arquitectos… Florentino ha prostituido la palabra “señorío”. Cuando habla de “señorío” se debe referir al “señorío medieval”. El señorío del Madrid está mucho antes de que llegara él. Tengo una anécdota que le retrata. Cuando el país era un clamor contra la guerra de Irak, el Barcelona se puso en la camiseta “El Barça per la pau”. Maravilloso. Me puse en contacto con Florentino para que el Madrid hiciese lo mismo: “El Real Madrid por la paz”. Pero no me hizo ni caso.

¿Existe algún capítulo que le hubiese gustado escribir y no lo ha hecho porque no lo ha vivido?

Sí, yo en la Universidad, estudiando una carrera de Letras, que me hubiera encantado. Filosofía, por ejemplo. Me hubiera ayudado mucho. Uno de los déficits que he tenido es mi falta de educación reglada. Me hubiera encantado haber podido estudiar. Y también tocar la guitarra. Si hubiese sido guitarrista, todavía no me hubiese retirado. El cantante es un pozo de ánimo. Cantar es una cuestión anímica, vital. No es una cuestión técnica.

Bueno, ya ha acabado usted sus memorias. El año que viene cumple 70. Y ahora, ¿qué?

No sé lo que voy a hacer. Estoy viviendo entre Granada y Madrid. Seguramente me inventaré algo. Como ya no hay obras no puedo ir a verlas, como todos los jubilados [risas]. Discos seguro que ya no hago. He hecho un tema como banda sonora del libro. Lo venderemos digitalmente. A lo mejor hago canciones sueltas… No lo sé.