México es redondo en la cocina de Enrique Olvera

En los próximos años, los amantes del arte culinario oirán hablar mucho de este chef y de Pujol, su restaurante en México DF, uno de los lugares capitales de la gastronomía mundial

Enrique Olvera en su cocina

Enrique Olvera en su cocina / periodico

PAU ARENÓS / México DF

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A mitad de la conversación en el 'backstage' de Mesamérica 2013, el congreso que reúne una vez al año en México DF a los más relevantes chefs y pensadores gastronómicos, Enrique Olvera Figueras encaja una idea geométrica. Hasta entonces, la charla ha sido en línea recta: orígenes, abuelos, nostalgia, estudios, inicios de Pujol. De forma inesperada, ha empezado a conversar en círculos.

"El círculo es muy importante para la comida mexicana".

El círculo. Ni principio ni fin.

"La madre tierra es circular. La tortilla es circular. La ciudad es circular. El calendario maya es circular. Y emplato en círculo". Su logo es un círculo que contiene su nombre.

Hasta hace pocos años, escuchar hablar a un cocinero de una materia alejada de lo gastro era como toparse con Obama en el lavabo: algo improbable. Aunque de forma minoritaria, los cocineros leen, los cocineros piensan, los cocineros viajan. Incluso los cocineros cocinan.

El chef sigue dando vueltas: "Me interesan mucho los trabajos de Gabriel Orozco sobre el círculo". Gabriel Orozco es un artista plástico mexicano. Enrique no lo cita por desconcertar al oyente o por fingir músculo cultural, sino porque ha meditado de manera pausada sobre la circunferencia.

Piensa con lentitud decisiones que le permiten avanzar deprisa. A veces se queda sostenido en un punto que el interlocutor no ve. Es una ausencia momentánea, un rapto que también contagia a otra estrella del continente, el peruano Gastón Acurio. Regresa del mismo modo en que se fue, con una sonrisa que le parte la negra barba. Tiene la sonrisa melancólica. Enrique (Ciudad de México, 1976) sabe sonreír a tiempo: "Soy tímido. No soy fácil. Me resulta sencillo el trato uno a uno. Difícil con la masa. Nunca grito. La cara de enojado ya lo dice todo".

Es el chef más atrevido de México, el cocinero número uno de un país con 117 millones de comensales. La primera decisión que tomó al saber que su restaurante, Pujol, se levantaba hasta la posición 17 en la lista de The World's Best Restaurants fue relajar los precios para que pudieran entrar más mexicanos. Es el compromiso con los conciudadanos. En la calle Francisco Petrarca de la colonia Polanco, donde el DF desparramado se suaviza en callecitas habitables, Enrique planea una cocina anular: "Cocino para transmitir sentimientos, no para deslumbrar con mis poderes técnicos”. Esos poderes alternan lo milenario y lo contemporáneo: del comal a la baja temperatura, del humo de la pipeta mecánica al molcajete. Como si reprodujera una frase de Superbarrio, suelta: "Quiero una comida sutil, pero que sepa poderosa".

Esplendor redondo

El plato que mejor encaja en la teoría del círculo es Madre Mole. El nombre impacta porque a una madre no se la nombra de forma gratuita. Si sacas a jugar a una madre, que sea en serio, de forma respetuosa. El mole es un icono. Pocos platos más intrincados y profundos: México cabe dentro. Salsa espesa con decenas de ingredientes, que cooperan, que se complementan, que se entrelazan hasta conformar un sabor nuevo. El mole es uno y cien. Del poblano a los siete de Oaxaca (chichilo, manchamanteles, amarillo, coloradito, colorado, negro y verde).

Quien pierde en la reunión picajosa es la proteína animal. Reunir a un cerdo, a un pavo, a un pollo o a una iguana con el chile mulato, el pasilla, el chilhuacle negro, el ancho o el guajillo es frustrante: imposible que la pobrecilla carne sobreviva al fuego amigo. Por eso, Madre Mole se defiende solo y hay que degustarlo en su esplendor redondo.

Además, el chef ensaya un proceder nuevo, y de ahí el nombre: lo alimenta como si fuera una masa madre. Es revolucionario en un país donde esa palabra está escrita en los manuales escolares. Lleva meses engordando a la madre y apunta sus cambios. Por eso el plato vive, muta, burbujea, como aquella sopa primigenia de amebas de la que salió, reptando, el mundo.

"Está en constante evolución, no tiene una receta estática. A veces lleva macadamia; otras, avellanas. A veces plátano macho; otras, morado. En términos generales, tomate, ajo, cebolla, chile seco (chilhuacle), nueces, plátano, hierbas y se termina con un poco de chocolate. Cada día se vuelve más goloso, más complejo. También hay una sofisticación que proviene del recalentado, donde se funden todos los sabores".

Mezcla los figurantes en un molino de piedra porque las máquinas corrientes se quiebran con el engrudo: "Los electrodomésticos no valen madre. Sabe a electricidad si se hace en la licuadora. Además, no hay licuadora que aguante". En el piso de arriba de Pujol, donde están el taller y las oficinas, resiste la olla en la que reposa el magma. Bombardeado con sésamo blanco, es del color de la tierra, del sabor de la tierra. En cada cucharada, el descubrimiento. Como parte de la nueva generación de guisos, el helado de mole poblano que Arturo Fernández planta en Raíz, obra de la escuela barcelonesa Espai Sucre, con sede en el DF.

"¿Qué pasará dentro de un año o de dos o de tres con el Madre Mole? No lo sé".

Décimo aniversario

¿Y qué pasó en 2010?

Que celebró los 10 años de Pujol, concentrados en el libro 'Uno' y decidió que, desde ese momento, su cocina sería distinta.

Movámonos en círculo y regresemos al inicio. De niño, en la escuela, a Enrique lo llamaban Pozole: "Me gustaba el pozole, la sopa con oreja, trompa, buche de cerdo y maíz. Lo de Pozole fue deteriorando, pasó a Pozol, a Puchol y de ahí a Pujol. Al principio algunos pensaban que era un restaurante catalán, lo que creo confusión". ¿Por qué no catalán? El abuelo paterno, Enrique, lo era. Esa herencia también se encuentra diluida en la sangre de Edgar Núñez, el fino chef de Sud 777: el padre, de Barcelona y la madre, de Reus.

Por parte materna, los platillos mexicanos: "Entomatados, sopas, en México hay muchas sopas. Por eso me gusta recibir con una infusión, ir a una casa, tener esa calidez en el pecho. El caldito de la madre, el pozole".

Por parte paterna, las panaderías de los abuelos, que eran dos, alejadas la una de la otra como se alejó la pareja. En Eno, el establecimiento junto a Pujol para desayunos y comidas donde circula una carta urbana con quesadillas, tamales y huevos rancheros, amasan los panes en recuerdo de los abuelos como una forma de magia blanca. Señala la concha, el pan dulce, la miga con memoria.

En este encuentro dominical en Eno, Enrique desayuna fruta y al alzar la mano con un corte de guayaba descubre una pulsera electrónica de corredor -otra forma de estar preso- que registra las calorías que quema a diario. "Son 2.500, pero ya me dio hueva el brazalete". Los números son un modo de achicar y controlar el mundo. Quiere mantenerse en forma porque los cocineros son unos profesionales del exceso y han encontrado en las carreras una nueva forma de religión sudada. Hay una comunidad de chefs adictos a las camisetas sin mangas.

Sincero, directo y resistente

Los que lo conocen bien hablan de Enrique como de un hombre de gran resistencia, al que le estorba el sueño y que es capaz de combinar sesiones esclavas de trabajo con juergas mezcaleras. Padre de Bruno, Gaia y Aldo, esposo de Allegra Piacentini, ha moderado los instintos nocturnos pero no el hábito de matarse como si alzase una pirámide.

Jorge Vallejo fue jefe de cocina de Pujol y miembro del Taller Enrique Olvera. Cerca de Pujol, también en la colonia Polanco, defiende ahora Quintonil, un restaurante en el que convierte lo común en extraordinario, donde cuida las plantas silvestres, los quelites, como si fueran ingredientes de alta cuna. Los chilacayotes (calabaza) con mole o la papada de cerdo al achiote en caldo de frijol son dos platos para la nueva identidad mexicana.

Preguntado por el rasgo que más aprecia del ex jefe, Jorge responde: "La sinceridad. Es frontal y tiene la capacidad de decir las cosas directo, sin rodeos. Y eso se relaciona con que es una persona que tiene claro lo que quiere, y lo busca". ¿Y el que menos? "Podría decir que trabaja demasiado, o que es obsesivo de un modo que a algunos podría parecerles enfermizo, pero también podría ver esos rasgos como positivos, que han hecho de él lo que es y que, además, ha inculcado a otras personas: obsesión por el rigor, la disciplina, la búsqueda de la perfección y la honestidad".

"Naces cocinero y ya te chingaste", expresa Enrique con esos ojos de chino que le diluyen la sonrisa. Los padres, Alfonso y Pilar, quisieron que estudiara alguna profesión con prestigio, aunque cuando a los 12 años el chavo calentó una sopa de Campbell¿s para darles la bienvenida tras un viaje, supieron que el fuego sería el ganador.

Minuciosa exploración

Estudió en el Culinary Institut of America de Nueva York; subió hasta el restaurante Everest en Chicago y regreso al DF con la decisión de abrir un restaurante. Tenía 24 años y 100.000 dólares aportados por diez socios. Limpió a fondo un asador argentino, Hierro y Fuego, situado en un edificio de los años 50 de la calle Petrarca y le puso por nombre Pujol en recuerdo de aquel Pozole. "Servía filete de res con huitlacoche y fuagrás con guayaba. El producto era mexicano, pero no mi convicción. Me quejaba, añorando lo de fuera: '¿Por qué no hay estragón?". Ganaba 500 dólares al mes y era infeliz. Se deshizo del sentimiento de ser un extraño en casa para reinterpretar las recetas populares, profundizar en lo cotidiano, buscar lo nuevo en lo viejo, comprender México desde México sin la distorsión de EE UU.

Gastó un lustro en esa exploración que cerró con el volumen 'Uno' para ir más atrás con 'En la milpa' (2010-2011), un libro dedicado al cultivo prehispánico en el que las plantas (el trío básico, maíz-frijol-calabaza), los quelites (quintonil, epazote, verdolaga), los chiles (piquín, poblano, jalapeño), los tomates y jitomates y los insectos (jumiles, chapulines, gusanos) se enredan en un afán colaborativo. El maíz consume gran cantidad de nitrógeno del suelo, que compensa el frijol que, a cambio, se aúpa en el tallo de la gramínea en busca de luz. Espacio total y reivindicativo "en el que no se desperdicia nada".

Estudioso de lo vegetal, con la ayuda de Allegra, que investiga las 400 especies de quelites y el equilibrio de la milpa, remarca que, tradicionalmente, el mexicano ha consumido plantas y que la supervivencia pasa por restringir lo animal en beneficio de lo verde. Gasificado con la comida basura y las bebidas carbonatadas, el país es un globo de obesidad que algunos chefs intentan pinchar.

"Busco la ligereza. Mucho vegetal, poca proteína animal, poca grasa. La proteína está en la guarnición más que en lo principal. Eso es muy mexicano". Quelites y bichos son "potenciadores del sabor" y una restitución del orgullo de alimentos que durante un tiempo pasaron por aliviaderos de pobres.

Pese a lo bravo de los ingredientes, la cena en Pujol es relajante -ayuda la presencia inalterable de Enrique en la sala- y su digestión, liviana, lo que agradecen los estómagos golpeados por esos chefs que cocinan con bates de béisbol.

Todo visto, todo por ver

Platos redondos: los hermosos discos de aguacate rellenos de semillas de chía, el bocol (masa de maíz) de chicharrón de vaca y tomatillo, la tostada con huevas de hormiga, el taco de cebiche de róbalo con puré de frijol y hoja santa, que al agarrarlo descubre el verde envés. Todo tradicional, todo moderno, todo visto, todo por ver. Eso es lo que pasó en 2010: dibujó lo viejo y lo nuevo y lo enlazó con el círculo. Ha eliminado la distancia entre el pasado y el futuro. Y ha mirado a la calle y sus ritos, el movimiento de los dedos y los pies.

Jorge Vallejo, que se fue en 2010, narra ese rumbo: "Pasó de la reinterpretación de las recetas tradicionales a trabajar a partir de las posibilidades que los ingredientes y la cultura culinaria de México podían ofrecer. Ha logrado una cocina original, personal, que simultáneamente puede identificarse como mexicana por los sabores e ingredientes que contiene".

Los buscadores del puenting gastronómico se excitarán con anfibios e invertebrados, que manejan con la cotidianidad del que está acostumbrado a las antenas. Mazorquita con mayonesa de café y polvo de hormigas chicatanas, tamal frito de rana (el vendedor había dicho por la tarde: "Son muy frescas, les acabo de sacar la piel"), sorbete de mango y sal de gusanos. O los fermentados, esa descomposición que de tan antigua es moderna: plátano ennegrecido durante 28 días, ejemplo de lo que el paso del tiempo y el talento humano pueden hacer con las frutas.

Círculo: "Símbolo universal. Totalidad; integridad; simultaneidad; perfección original; la redondez es sagrada por ser la forma más natural; lo que se contiene a sí mismo; el yo; lo no manifiesto; lo infinito; la eternidad. (¿)". Diccionario de símbolos, de J. C. Cooper.

Madre Mole: totalidad, integridad, simultaneidad. Lo conmovedor será, dentro de un año, comer otra vez el mole que todos han comido. Siendo el mismo, será otro.