Mi mejor y mi peor verano

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DANIEL VÁZQUEZ

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LA CELDA BLANCA

La piel se pegaba en el sofá de escay. Las noches eran calurosas, los días eternos, no había luz en esa habitación del hospital Sant Joan de Deu, la quinta, la sexta, la décima, perdí la cuenta, a la que había ido a parar mi hijo Marc desde que nació. Ni tan siquiera había luz en la mirada del niño, apagada por el sufrimiento, ahora una vía, más tarde una dilatación, siempre con el temor de que le diera un espasmo de llanto que le llevara a la parada cardiorrespiratoria definitiva. Pasaban muchos médicos por la habitación, algunos venían por primera vez y jamás volvían, aunque dejaban sus fríos diagnósticos sin importarles que delante tenían a unos padres agotados y un niño de ocho meses que luchaba por vivir como nunca he visto luchar al más aguerrido de los humanos.

Los veranos, aunque sean un largo invierno, suelen tener un día, por lo menos, en el que la vida huele a pinaza calentada por el sol. Para mí, eso es el estío, el olor de la pinocha seca, pero aquel verano el olor que emanaba era el de la muerte como una amenaza constante. A pesar del dolor, de sus venas gastadas por tantas punciones, mi hijo sonreía ante el más pequeño de los estímulos. Alguna tarde, cuando sus condiciones lo permitían, nos dejaban bajar a la parte posterior del hospital para que al pequeño le diera el aire. Siempre con el ambú en el carrito, por si a la parca se le ocurría hacernos una visita inesperada. Y recuerdo, tan poco habituado a la luz del sol, que a Marc le brotaban lágrimas al primer rayo que penetraba en su retina y le salían legañas que teníamos que limpiar con un algodón para que pudiera abrir los ojos tan pronto volvíamos a nuestra celda blanca. La diferencia entre un hospital y una cárcel es que del primero nunca sabes cuándo saldrás.

Los turnos de vigilancia duraban 24 horas. Diez cambios de pañal durante la noche, no sé cuántos durante el día, y cuando nos relevábamos, el liberado volvía a casa agotado y desesperado ante la realidad de un hijo al que no podíamos ofrecerle ni la promesa de la felicidad. Esos turnos, cinco minutos compartidos al día, nos fueron convirtiendo en extraños. Hablo del verano del 2011, pero nuestra estancia en el hospital duró un año y medio, con cortas intermitencias rotas ante un inesperado empeoramiento del pequeño.

A principios de agosto, Marc mejoró y los médicos nos dieron, y empleo la forma átona de primera persona del plural a conciencia, el alta con la maleta cargada de medicamentos, un contacto en el hospital gerundense Josep Trueta, y, por supuesto, el ambú. Teníamos tantas ganas de mostrarle el mundo, que nos fuimos al Empordà con la intención de que viera por primera vez el mar. La tarde que llegamos enfermó de nuevo y, tras una noche de fiebre alta, vino una ambulancia para llevarle de vuelta a Sant Joan de Déu previo paso por el Trueta. El diagnóstico: infección de riñón.

El verano terminó de forma abrupta, aunque tengo dudas de si alguna vez existió. No volvimos a salir del hospital hasta febrero del 2012. Todo se había roto, éramos dos padres desesperados, dos bestias acorraladas, y Marc se fue rumbo a Madrid, al hospital Niño Jesús, con su madre.

Marc cumplirá en octubre cuatro años y tiene los síndromes de Ondine y de Hirschsprung, dos enfermedades de las denominadas raras. A pesar de sus males, ya va a una escuela especial con otros niños y se ha hecho amigo de Yoyo, una niña china que estuvo dos años en un orfanato atada a una silla hasta que la adoptaron unos padres occidentales. Y en agosto, tres veranos más tarde, Marc conocerá por fin el mar. Una experiencia sencilla para cualquiera, pero un triunfo para un ser tan luminoso. 

FIN DE FIESTA

Aquel verano comenzó como muchos otros veranos de mi infancia. Terminado el colegio, mi madre me acompañó con su Renault 5 hasta la casa de mis abuelos en La Garriga, y los días empezaron a amanecer con las horas detenidas.

Por la mañana iba a buscar a mis amigos en bicicleta, una Simpson, y nos bañábamos en la piscina de agua gélida del vecino. Sin cloro, transparente como nuestras ambiciones. Y tras la comida y la película, Gary Cooper, que estás en los cielos, volvía a subirme a la bici para ir a jugar al fútbol con la pandi, o a construir la maldita cabaña cuya estructura era demasiado endeble para resistir una lluvia de verano. Un verano de ritos que ahora la nostalgia ha convertido en una religión prohibida. Como ese cielo plagado de estrellas que mi abuelo y yo contemplábamos antes de irnos a la cama. Jamás alcancé la Osa Mayor, y me conformé con contemplar la Osa Menor mientras hacíamos la meadita nocturna en el descampado de enfrente, un vivero de luciérnagas, hoy convertido en una cementerio de casas de paso. Mi abuelo y yo meábamos juntos. La suya era más lenta, tenía próstata.

Mi etapa en La Garriga se cerró tras 40 meadas al aire libre y la fiesta de mi décimo cumpleaños. En el tocadiscos, la música del vinilo Revolver, o quizás era Rubber Soul, acompasaban el soplido de las velas. El mundo era plano como esos discos de vinilo. Lennon aún estaba vivo, y el retorno de The Beatles era un rumor tan repetido que acabó tornando en frustración. 

Lo bueno de ese verano es que en agosto huimos de España. A la mierda el difunto, a la mierda los militares, a la mierda las cortes, a la mierda los grises, a la mierda la política clandestina, a la mierda el miedo… Nos esperaban Grecia y el mar Egeo. Sin capacidad visionaria, a mis 10 años jamás imaginé que el bosque de olivos que nace a los pies de Delfos iba a ser ese lugar al que siempre vuelvo cuando cierro los ojos.

Recorrimos Grecia en dos coches. Seis adultos, un infante, las ventanillas abiertas, viajamos de Meteóras hasta Olympia, seguimos la estela de traseros para rendir pleitesía a la diosa Atenea en el Partenón, y desde los acantilados del cabo de Súnion imaginé a Poseidón luchando contra las tropas del malvado persa Xerxes.

Dice una estrofa de una canción de Theodorakis: ¡Que mi corazón sea una estrella brillante, que mi mirada sea un cuchillo con dos filos, espada brillante en el mediodía, espada brillante en el mediodía! Bebieron y fumaron mucho esos seis adultos, y aunque yo probé más de un traguito de vino, 20 años más tarde volví a la 'recherche du temps perdú', y bebí ouzo y fumé Karelias hasta que mi cuerpo dijo basta.

El avión con el que aterrizamos en Mykonos ese agosto de 1976 estaba lleno de hombres con hechura de ejecutivos, y al poner los pies en el suelo del aeropuerto, recuerdo cómo esos hombres circunspectos descosieron sus formas controladas para dar rienda suelta a su sexualidad. A esa isla de casas blancas y un pelícano estresado se la conocía como Mariconos. Éramos más bárbaros, pero más felices.

A veces me confundo de playa y me cuesta recordar sobre qué arena mi padre cocinó un arroz luchando contra viento y marea. Fue la despedida de un verano que se apagó como las brasas acariciadas por el salitre. Orden de retreta. Volvimos a Barcelona dispuestos a afrontar un otoño caliente.

A pesar de que Suárez empezó una transición de amnistías vergonzosas en pos de una España democrática, ese verano tuvo la dulce fragancia de un fin de fiesta.

DANIEL VÁZQUEZ SALLÉS

Escritor y periodista con tres cortometrajes en el currículo. El hijo de Manuel Vázquez Montalban es especialista en crónica gastronómica, cine y retrasos aéreos (vive entre Barcelona y Madrid). Se estrenó como novelista en el 2003 con un thriller: 'Flores negras para Michael Roddick' (Plaza y Janés). Un año después, ganó el Premio Juan Mari Arzak con una crónica de El Bulli. En abril publicó su cuarto libro, 'Si levantara la cabeza' (Destino), donde resucita a Franco cual Frankenstein en versión sitcom.