ESCRITOR EN RUTA

La electricidad del valle

Segunda entrega de la serie 'Escritor en ruta', donde la autora catalana Jenn Díaz recorre el Valle de Elqui, un lugar para desconectar del mundo entero

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JENN DÍAZ

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Lo que sabía de Chile lo aprendí leyendo un libro de Gabriela Mistral. No entendía quién era el chileno desafiante pero cercano, con esa manera de estar en lucha pero ser servicial. No sabía nada. Lo que sabía de Gabriela Mistral lo aprendí de sus poemas, pero sobre todo de su correspondencia con Doris Dana. Del Valle de Elqui no sabía nada, y todavía sé menos ahora.

Cuando Lorena y yo llegamos al valle, apenas habíamos investigado. Era de noche y, según el mapa, estábamos cerca de la iglesia. A unos metros sonaba una pequeña retahíla musicada que repetía: pan artesanal, pan de queso de cabra de la cordillera. Y nosotras, que teníamos hambre, acudimos a aquella voz asirenada para poder cenar alguna cosa. No traíamos expectativas de ningún tipo, ni lugares marcados de visita obligatoria. Queríamos, como mucho, visitar la casa museo de Mistral. Pero no queríamos más que despedirnos de Chile, y para eso acudimos a un lugar apartado, silencioso, casi desértico, del que nos habían hablado maravillas —un lugar para desconectar no solo de Chile, sino del mundo entero. En la oscuridad no podíamos saber que las paredes de las montañas estaban tan cerca, ni que la electricidad de aquel lugar superaba con creces el 'smog' de Santiago de Chile.

El señor del pan artesanal nos indicó un lugar en el que dormir. Digan que vienen de mi parte. Alberto, creo que se llamaba; pero todos lo conocían como el viejo de la esquina, el que vende pan. Aquella noche no hicimos otra cosa que dejar nuestro equipaje en la habitación y sentarnos en el patio de un bar muy cercano: en medio, una hoguera; alrededor, cinco personas y un recién nacido. Nos fuimos encarando cada vez más hacia el fuego. Yo había cambiado el verano de Barcelona por el invierno y llevaba dos semanas fuera de mi horario, mis modales y mis costumbres —digamos— europeas. En cuestión de minutos supimos que los padres del recién nacido venían de la otra punta de Chile y eran músicos, la otra pareja eran dos amigos compañeros de trabajo, profesores... y el chico solo, el más enigmático, resultó ser el psicólogo del valle. Había huido de donde venía y ahora trataba a las personas de la zona. Luego nos dijeron que ocultaba algo oscuro, pero aquello oscuro no era tan excepcional porque en el valle lo excepcional está más que normalizado, como pudimos saber después.

Descubriendo Chile

Lorena y yo, durante los días que pasamos juntas en Chile, no dejamos de reflexionar sobre el chileno común: maleducado a veces, con complejo de inferioridad, pero amable y generoso la mayor parte del tiempo. De eso ya me había hablado Gabriela Mistral, pero yo no podía hacerme una idea. En el valle el chileno desaparece, porque viven en un mundo particular y privado que no necesita interlocutor chileno. Eso lo empezamos a intuir cuando nos invitaron a un concierto de los chicos. Los chicos eran lugareños que montaban un concierto en el patio de una casa, con instrumentos y canciones chilenas. De mano en mano iban las bandejas con comida, y allí estábamos Lorena y yo, desconocidas pero formando parte de aquel ritual. Las voces, la música, todo parecía mágico, místico, quizá porque estábamos más que dispuestas a dejarnos embrujar, quizá porque el valle tiene un magnetismo inusual. No lo sabremos nunca. Pero allí había algo, una energía, como a ellos les gusta decir, que te embriagaba sin que tú pudieras hacer gran cosa.

Al día siguiente habíamos decidido conocer un poco el valle, y nos acercamos a la casa museo de Gabriela, como nos habíamos propuesto, y seguimos investigando lo que queda entre las paredes de la montaña. No es mucha cosa, pura estrechez. Entre viñedos y casas, calles estrechas, se alza la figura de Gabriela, señorial, inhumana —casi del cielo. La humildad y la austeridad reinaban en el lugar, y también en el precio. Comparado con las casas de Neruda, casi parecía que estábamos ocupando un lugar sagrado y secreto, un espacio íntimo al que no deberíamos tener acceso. 

Por primera vez hice autoestop. Tres veces: con una chica joven y alegre, con una familia que nos metió en la parte de atrás de una furgoneta y no controlábamos las curvas, y con un campesino encantador y tierno que nos subió a la parte de delante con él. Así fue como conocí el valle, lo que del valle puede conocerse.

En busca de algo diferente

No sería gran cosa si detuviera aquí mi relato de viaje. Para los amantes de la ciudad y el ruido, el valle es poca cosa. Pero nosotras buscábamos algo diferente, no sabíamos qué, y nos dimos de bruces con aquellas energías extrañas. Los perros tenían en el lomo electricidad estática y si los acariciabas saltaban chispas: las personas, un poco, también. Una noche fuimos a ver las estrellas con un grupo organizado. Cabán, nuestro guía, nuestro amigo, nuestro anfitrión, nos llevó a una montaña y desde allí vimos estrellas fugaces, aviones, Marte. Y buscamos, con mucha atención, ovnis. Sí, Cabán nos aseguró que los había visto, pero no era el único que nos lo aseguraba.

Lorena y yo vivíamos toda aquella intensidad con gusto, completamente sugestionadas a pesar de la reticencia que tuvimos en las primeras horas al llegar al valle. Aquella noche no pudimos ver ningún ovni, ni pudimos sentir presencias extrañas, pero el cielo había acaparado toda nuestra atención, deslumbrante.

Después de las estrellas, aún teníamos dos mechas más que quemar. La primera, visitar a los místicos de la zona. Un hombre, un viejito, que no hacía otra cosa que hablar del amor, de la generosidad, de la importancia de la austeridad. Aunque nos lo vendieron —no es una forma de hablar— como un sabio y una eminencia, no era más que una persona que, después de mucho vivir y batallar, se había dado cuenta de que necesitaba bien poco para sentirse en paz. Allí, entre árboles, viviendo con lo justo y contándoles a los turistas cómo se vive en la generosidad, tenía más que suficiente. La segunda, otra mística del lugar a la que llamaban La Gitana. Para ella Dios y los extraterrestres eran la misma cosa. No lo decía para provocar, lo vivía así. Solo había que verla. Vivía en una casa pequeña en medio del valle: pero no en la amabilidad del valle, sino en un lugar apartado y duro. Iba siempre vestida de blanco, encogida, poca cosa, y contaba cómo vivía. Con poco, también, como el viejito, pero con una presencia extraña en su vida —esas energías de las que todo el mundo habla en el valle, de las que Gabriela Mistral no me advirtió en el libro. La Gitana nos habló de cómo los extraterrestres la protegían, la acercaban a su hijo, la adviertían de los peligros. En el último terremoto que vivió Chile, fue capaz de protegerse gracias a una señal divina: o Marte o el cielo, no se sabe. Algo la alertó de que debía esconderse y apagar la luz. Horas después, el terremoto. Y ella, a salvo. Después nos pidió que nos descalzáramos y saliéramos afuera. En un círculo de arena, con fuego en el centro, estuvimos repitiendo lo que nos dijo, y finalmente besamos la tierra. Ambos místicos nos abrazaron de ese modo en que abrazan los que quieren transmitirte algún mensaje sin palabras, esa manera de acaparar tu atención y tu cuerpo solo con los gestos, los ojos cerrados, la amorosidad. Lo primero que haces es desconfiar, por supuesto, pero de vuelta a nuestro valle, todos en el trayecto hablamos del amor, del respeto, de la serenidad, de la austeridad. El valle te tiende una trampa y tú caes. Lorena y yo caímos.

Escépticas pero tentadas

En las últimas noches ya éramos vallelquianas, ya nos conocía todo el mundo, encontrábamos a conocidos por la calle, sabíamos la mayoría de los nombres. Nos despedíamos de los que se iban y dábamos la bienvenida a los que llegaban. Es un lugar en continuo cambio. Todos aquellos que parecen haber nacido en el valle, acaban de llegar. Para nuestro asombro, aún nos quedaba algo más que vivir: los cuencos de cuarzo. Habíamos decidido que, de todas las actividades que nos ofrecían, íbamos a prescindir de los cuencos. Escépticas pero tentadas, acabamos, por supuesto, sucumbiendo a la espiritualidad. Si no, ¿para qué va uno hasta Chile, hasta el valle? ¿Para ver lo que ya dicen los libros?

Nos tumbamos en una habitación con los demás. Yo, cerca de los cuencos. Lorena, a dos personas de mí. Cabán hizo sonar los cuencos, aquella terapia de los sonidos, y nos sentimos en paz. Algunas personas incluso se durmieron. La relajación con que viví aquella experiencia no tenía nada que ver con el misticismo: el sonido iba y venía por dentro, se movía, era algo físico. Parecía imposible que un cuenco sonara de aquel modo, tuviera aquel poder. 

Escapando del valle

Pero eso fue la primera vez. Sí, lo hicimos una segunda: el valle no te deja ir así como así. La segunda vez, eso sí, las ventanas estaban abiertas. Cabán nos había dicho que abriría las ventanas para que el cuenco del re, del amor, llegara a todo el valle y acabara con la energía negativa, la del brujo —uno de los cantantes del concierto, uno de los chicos. Toda aquella relajación del primer día se esfumó, y en todo momento me sentí incómoda, sin encontrar la postura, con un leve dolor en la nuca, justo donde se apoyaba mi cabeza con el suelo. Hacía muchísimo frío, pero los cuencos, el sonido, seguían entrando y saliendo de mí con una fuerza asombrosa. Tal fue la fuerza que uno de los cuencos se rompió. Se partió. Pero no el cuenco que entonces Cabán estaba haciendo sonar, no —el cuenco del re. El valle se iba a quedar sin el amor que teníamos para darle.

Lorena y yo estábamos arrepentidas de haber repetido aquella experiencia, de haber roto aquel ritual de bondad y relajación. No podíamos seguir en el valle, con aquella intensidad, con aquella manera de vivir. No podíamos vivir alerta, al raso, muertas de miedo, en solidaridad. Era demasiado. Lo supimos cuando, subidas al autobús que nos devolvería a Santiago de Chile, notamos una descarga: habíamos vuelto al escepticismo, ya nada podía —en la ciudad— afectarnos.