Antes de Antoni Gaudí

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DANIEL SANCHEZ PARDOS

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Dos fotografías enmarcan los años públicos de juventud de Antoni Gaudí. La primera es de 1878 y retrata a un hombre con barba, pelirrojo, de mirada intensa y complexión robusta, que acaba de iniciarse en el oficio de arquitecto. La fecha es importante: en 1878 París celebró su gran Exposición Universal y Esteve Comella, dueño de una guantería en la calle de Aviñón, encargó a Gaudí el diseño de una vitrina para mostrar sus productos en la cita francesa. El industrial Eusebi Güell vio esa vitrina y se sintió tan impresionado que quiso conocer a su creador. Gaudí tenía 26 años y acababa de plantar las bases, sin saberlo, de toda su carrera y su vida futuras.

La segunda fotografía fue tomada 10 años después, en 1888, como acreditación para la Exposición Universal de Barcelona. Gaudí conserva en ella los ojos intensos y la barba abundante que ya lucía en la imagen anterior, pero ahora lleva la cabeza afeitada y parece esbozar una media sonrisa irónica que no se ajusta a su fama ya establecida de genio taciturno. Sigue siendo un hombre joven, pero la madurez y la fama ya lo han alcanzado. Se ha convertido en uno de los arquitectos más respetados del país, y pronto su nombre quedará atado al de la ciudad que ese año trataba de darse a conocer con su primera gran operación de márketing internacional.

Estas dos fotografías acotan la juventud pública de Gaudí, la que abarca desde el origen de su relación con su futuro mecenas hasta su definitiva consagración, una década más tarde, como uno de los principales hacedores de la nueva Barcelona modernista. Pero antes hubo otro joven Gaudí. Un Gaudí privado. Un Gaudí del que apenas sabemos nada con certeza, pero al que todos los indicios nos permiten imaginar como alguien muy distinto al que hoy todos conocemos.

La llegada de Gaudí a la Ciudad Condal

Gaudí llegó a Barcelona desde Reus con 16 años, en septiembre de 1868, solo unos días después del triunfo de la revolución que expulsó a Isabel II del trono de España y dio inicio al llamado Sexenio Democrático: un tiempo de grandes esperanzas y de mayores decepciones, que concluyó en 1875 con la Restauración borbónica. En compañía de su hermano Francesc, Gaudí se instaló en una buhardilla del número 12 de la placeta de Montcada, pared con pared con el ábside de la iglesia de Santa Maria del Mar y en pleno corazón del barrio de la Ribera. El puerto de la ciudad y el barrio de la Barceloneta, la Ciudadela militar recién demolida, los palacios medievales de la calle de Montcada o el Pla de Palau se hallaban a unos pasos de su domicilio, y pronto se convertirían en escenarios principales de la vida del joven Gaudí.

Imaginar la Barcelona de esos años es asomarse a un lugar muy distinto del que hoy conocemos. Las murallas que históricamente habían rodeado la ciudad habían de-saparecido casi por completo, pero el nuevo Eixample de Cerdà estaba todavía en construcción y el grueso de la población seguía confinada en un núcleo medieval atestado e insalubre. Una última muralla, la del mar, cerraba la parte inferior de la Rambla y mantenía a Barcelona aislada del Mediterráneo. El humo de las fábricas se mezclaba con las frecuentes nieblas marinas para formar el particular boirum barcelonés, y las ruinas de los viejos conventos expropiados, de los bastiones demolidos de las murallas y de la desmilitarizada Ciudadela le otorgaban a la ciudad un aire de lugar arrasado, fantasmal, que hoy sorprende en las fotografías de la época y sugiere paisajes de novela de Charles Dickens o de cuento victoriano de terror.

Esa fue la barcelona que Gaudí conoció durante sus años de estudiante en la ciudad. La Barcelona de la Gloriosa, de la I República y de la casi inmediata Restauración, que se inició con la llegada al país del futuro Alfonso XII el 9 de enero de 1875, a través precisamente del puerto. Una ciudad sombría y fascinante, sorprendida en plena transición, llena de luces y sombras y destinada a alimentar ya para siempre el fuego de la imaginación del futuro arquitecto.

Inicios de la leyenda

En 1873, Gaudí ingresó en la Escuela de Arquitectura de la Lonja y comenzó a labrarse una leyenda de hombre peculiar que ya no habría de abandonarle el resto de sus días. Tenía entonces 21 años y era, según cuentan, un joven de carácter muy distinto al del hombre que acabaría por ser.

El mito del anciano Gaudí vestido con harapos, sometido a ayunos y penitencias y aislado del mundo en la cripta de su templo en construcción, contrasta radicalmente con el estudiante que sus condiscúpulos conocieron: un joven pelirrojo y de ojos azules, bien vestido, de maneras elegantes, aficionado a la buena mesa y a las distracciones que Barcelona tenía que ofrecer a un hombre de su edad. 

Podemos imaginarlo frecuentando las animadas fondas de cuatros y seises, así llamadas por el precio en reales de sus menús, o recorriendo los locales nocturnos de vario pelaje que brotaban en los alrededores de la Rambla, o compartiendo mesa y tertulia en el 7 Portes, una casa de comidas abierta en 1836 en los bajos de los pórticos de Xifré, justo delante de la Lonja, y hoy convertida en historia viva de la ciudad. Gaudí era ya un joven de trato áspero y carácter orgulloso, pero también era un estudiante dotado de una curiosidad insaciable, abierto a las nuevas ideas que traían del extranjero los diarios y las revistas especializadas, fascinado por los avances de la ciencia y la tecnología y aficionado a pasarse largas horas estudiando fotografías de edificios del mundo entero en la biblioteca de la Lonja.

Se dice que gaudí se habría distanciado en esos años del catolicismo, y que habría llegado incluso a expresar públicamente ideas anticlericales. Esto último parece poco probable, pero sí es indudable que el joven vivía sus relaciones con lo trascendente de manera muy distinta a la que luego marcaría su madurez.

Los misterios de Gaudí

Una tradición lo sitúa en la órbita del movimiento espiritista, que tenía entonces en Barcelona uno de sus centros principales de irradiación. Gaudí se habría enamorado de una mujer que profesaba esta nueva fe, de corte progresista, y la habría acompañado a varias de las reuniones que la Sociedad Barcelonesa Propagadora del Espiritismo llevaba a cabo en su sede de la plaza Real. Sea cierto o no, da la casualidad de que pocos años después el nombre de Gaudí quedó ligado para siempre a esa plaza gracias a las dos farolas que el ayuntamiento le encargó diseñar en 1878, y que aún pueden admirarse en el centro de la misma.

La vida sentimental del joven Gaudí es uno de esos misterios que solo pueden narrarse a través de tradiciones y leyendas. El arquitecto nunca se casó, ni se le conocen tampoco relaciones con ninguna mujer. Se habla de Pepeta Moreu, una mujer de Mataró a la que Gaudí habría propuesto matrimonio en 1885 y cuyo rechazo le habría llevado a concentrar sus energías en su vida profesional. Se habla también de otra mujer extranjera, probablemente francesa, a la que diez años antes habría amado inútilmente, y que regresó a su país con su marido sin sospechar los sentimientos que había despertado en el joven arquitecto. Se habla de esa espiritista anónima y conjetural. Lo cierto es que en 1888, cuando se tomó esa fotografía que lo muestra con la cabeza afeitada, Antoni Gaudí era ya un hombre volcado por completo en su trabajo. No habría más mujeres conocidas en su vida, y a partir de entonces todas sus energías quedarían reservadas para la creación de una obra visionaria e inmortal.

Cuando Gaudí se licenció en la Escuela de Arquitectura de la Lonja, su director, Elies Rogent, sentenció famosamente que no sabía si acababa de concederle el título a un genio o a un loco. Era el 4 de enero de 1878, y Gaudí estaba a punto de iniciar el exitoso primer año de su vida pública. Muchos triunfos le aguardaban en el futuro, y también muchas leyendas; pero pocas tan sugerentes como las que siguen rodeando esos años en los que Gaudí aún no había llegado a convertirse del todo en Gaudí.