Análisis

La herencia no era una cuestión de ganar

Sandro Rosell.

Sandro Rosell.

MARTÍ PERARNAU

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La derrota es parte sustancial del deporte. Dinamitar tu identidad y desperdiciar tu talento es mucho peor que cualquier derrota. La cuestión no es Guardiola y su recuerdo. La cuestión es la administración de la herencia recibida. Ha sido una catástrofe de proporciones oceánicas. ¿Era sencillo administrarla? No, sin duda que no. Pero si pretendes gestionarla desde la venganza y la soberbia te estás disparando en el pie. Sandro Rosell fue quien apretó ese gatillo. No una vez, sino a menudo, ya fuese animando a Guardiola a irse del club, vetando el ascenso de Óscar García Junyent, alimentando el ego de los jugadores por encima de sus técnicos, jugando a ser el director deportivo de facto, fintando a la FIFA cuando ésta exigió cumplir la reglamentación de menores o contratando a un técnico como Tata Martino, honesto y serio, pero desconocedor de un modelo de juego tan predeterminado como el del Barça.

Que un presidente tome decisiones radicales no es malo en sí mismo, ni mucho menos. Lo malo es equivocarse en todas ellas. Rosell lo consiguió. Con el apoyo inequívoco, por cierto, del actual presidente Bartomeu, del director deportivo Zubizarreta y también del reducido número de jugadores que ya habían sido cuestionados a principios de 2012. Cuantos alardearon de que gestionarían con facilidad la herencia son quienes la han dilapidado. La herencia no consistía en ganar. Consistía en el esfuerzo para ganar. Esfuerzo de todas clases: estratégico, táctico, técnico, físico y emocional. Integral y permanente. La cultura del esfuerzo fue el principal legado que implantó Guardiola, mucho más trascendente que todos los esquemas tácticos.

Esta cultura fue dinamitada desde dentro. Un presidente rencoroso, un director deportivo pusilánime y la connivencia directa de unos pocos jugadores que aseguraron no necesitar tanto rigor, trabajo ni sacrificio como les exigía quien les exigía. A base de soltar anclas, el barco fue girando lentamente, pero no quisieron escuchar las voces de los marineros que advertían de la deriva. La crítica fue catalogada de ismo. Cuando se dieron cuenta, el trasatlántico había virado 180 grados. El equipo del esfuerzo solidario y comprometido había desembocado en una corte de grititos infantiles, selfies anodinos y tópicos huecos, mientras los que podrían liderar el vestuario callaban porque son tan buenos futbolistas como mudos.

Perder una identidad es mucho más serio que cualquier derrota. Al fin y al cabo, no hay equipos invencibles. Ni lo fue el Barça de Pep, ni lo es su Bayern, ni el Chelsea de Mourinho, ni el Atleti del Cholo ni el lucero del alba. No se trata de vencer siempre, sino de poseer una identidad robusta de juego que se asiente en principios irrebatibles. El Barça los tenía. Su principio universal era el esfuerzo sin tregua. En todos los ámbitos, entornos, contextos y momentos. Esa cultura permitía desarrollar un modelo de juego hasta sus últimas consecuencias. Puede que no sea el mejor modelo, pero es uno. Concreto y propio. Identitario si se ejecuta desde la exigencia perenne. Ridículo cuando se edulcora.

La razón por la que el Barça actual es irregular e inconsistente, capaz de grandes exhibiciones y peores cataclismos, reside en la nueva dinámica que adoptó. El rencor de unos y la insustancialidad de otros ha varado al equipo en la playa de la superficialidad. El Barça seguirá venciendo porque tiene jugadores descomunales, pero mucho más que ganar lo que necesita es reconstruir la cultura destruida. La tarea exige líderes. ¿Los tiene?