LOS EFECTOS SOCIALES DE UNA CICATRIZ URBANA

"¿La Sagrera? Yo ya no lo veré..."

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CARLOS MÁRQUEZ DANIEL / BARCELONA

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Alfonso es un tipo optimista. Es un habitual de la <strong>pasarela de la Maquinista</strong>, inaugurada en septiembre. Se para a medio camino, apoya las dos manos sobre la valla y observa, con una pierna flexionada y la otra, tiesa. “Soy viejo y me toca mirar obras. Quién sabe, quizás algún día vea a alguien trabajando aquí otra vez”. Como este jubilado, los vecinos de La Sagrera, la vergonzante obra, no el barrio que presta el nombre muy a su pesar, viven entre la indignación y la costumbre, el cabreo y la resignación. El martes desayunaban con una <strong>operación policial</strong> que ha destapado un posible pufo, otro, de 85 millones de euros en facturas corrompidas. “El problema es que nos acostumbramos a todo”, resume Ruth, madre de Quim y Judit, residente en la ladera de Sant Andreu, junto a las vías. 

Estos 3,8 kilómetros de cicatriz urbana (observen el gráfico para entender la dimensión de la cosa, desde el puente de Calatrava hasta Trinitat) recorren siete barrios, todos ellos con la <strong>renta familiar</strong> por debajo de la media de la ciudad. A vista de calle, una valla abraza todo el perímetro, en una suerte de muro que genera dos vidas separadas: las del lado este y las del lado oeste. “Estos días cruzo las vías porque los peques tienen el casal de verano ahí, en Sao Paulo, pero lo habitual es que no nos movamos de nuestro barrio”, detalla Ruth, que se queja también de que sus hijos llevan siete años en barracones en la escuela Can Fabra.

EL POLVO AÑORADO

Antonio, electricista, vecino de la calle de Menorca, cerca de Bac de Roda, compró el piso hace diez años. Se acuerda de las épocas “de polvo en el comedor, de los camiones pasando día y noche”, de cómo su coche quedaba cubierto por una película de arena. Era un incordio, pero lo echa de menos. Porque si hay trajín en la grieta, el parque que se supone que cubrirá las vías, en el que podrán jugar sus hijos, de tres y siete años, estará un poco más cerca.

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En el parque de Sant Martí hay un estanque que los perros usan para refrescarse. Una decena de ellos, sin correa, algunos de ellos de razas peligrosas, compadrean sin problema sobre la hierba o en el agua. La valla, omnipresente. Este jardín quedó mutilado por el proyecto, pero los ancianos del lugar todavía encuentran algo de sombra en la que aliviar sus posaderas y ver a la gente pasar. En la plaza de Joaquín Maurín toman el sol Pepita y su hija Cristina. La madre tiene 75 años y vive enfrente del puente del Treball Digne“¿La Sagrera? Yo esto ya no lo veré...”, dice. Percibe tristeza en cuanto se asoma a la terraza, en cuanto sale a la calle. “Aquí había mucha vida, muchas tiendas. Han cerrado guarderías, la gente joven se marcha y ya no vienen familias”, remacha Cristina, que regenta una joyería junto a su marido a pocos metros de aquí.

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A la madre, a pesar del desconsuelo del ambiente, le encanta el sonido del tren. Llegó aquí hace 51 años procedente del Poblenou, otrora polo industrial de Barcelona en el que pasó la infancia, entre vías y vagones. Pepita es capaz de distinguir entre un regional y un AVE. Sabe incluso la hora a la que pasan, aunque eso, tratándose de Rodalies, es más un acertijo que una predicción. Cuando se instalaron, aquí solo había el tren, la parroquia y, cómo no, “campos”. También barracas, que a los pocos años se empezaron a derribar a pesar de que el barrio "se puso del lado de los gitanos con huelgas y todo". Eran tiempos de mucha gente joven recién llegada, de una batalla detrás de otra. Ahora, con una de las obras más escandalosas de la historia moderna de la ciudad, los ánimos no dan para alzarse. Vía Twitter, a lo sumo.

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En el mercado de Provençals ya no se creen nada. Su presidente, Juan Antonio Ortiz, explica que les prometieron que por la lonja pasarían a diario 1.500 personas más en cuanto abriera la estación, cosa que, según les dijeron, debería suceder en menos de un año. No recuerda la última vez que alguien les informó sobre el estado del proyecto. Hace tres años se embarcaron en una prometedora reforma, con la mirada puesta en esa turba de nuevos clientes que vendrían de la mano del ferrocarril y el metro. Hoy tienen paradas cerradas y ya no ven las colas de años atrás. Entre la crisis y el desánimo que genera la cicatriz, viven un cierto letargo.

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DIOS VS. ADIF

En la carnicería de Juan Antonio espera que le despachen medio cabrito Pepita, de 83 años. Repite la misma frase que Paquita: “Yo esto no lo voy a ver”. Pero va más allá, pues está convencida de que la <strong>Sagrada Família se terminará antes que La Sagrera</strong>. Se fía más de la mano de Dios que de Adif, vamos. “Estamos asqueados, hartos. Somos un barrio de gente trabajadora, humilde, y encima nos obligan a aguantar esta valla aquí delante. Es un frontera que no cruzamos nunca”. Hace unos cinco años, Pepita y otros vecinos fueron invitados a visionar un vídeo sobre cómo de bonito iba a quedar todo esto. “Dijimos ‘¡qué maravilla!’, pero ya no nos engañarán nunca más”. Eran tiempos pudientes. Tal fue la locura, que en el 2005 se planificó una torre de 145 metros de altura y 250 millones de euros que debía llevar la firma de Frank GehryNo prosperó, por supuesto.

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Al otro lado de las vías está la plaza de la Estació, un remanso de paz junto a la parada de tren. Edificios bajos, terrazas. Aquí irá la nueva estación de Sant Andreu Comtal, pero todavía no está licitada. El rupestre apeadero aguanta como puede. Un camarero del bar San Andrés explica que han perdido mucha clientela porque se derribó el puente que desde aquí permitía cruzar al parque de la Maquinista. “Además de tardar, nos roban 85 millones; es un pasada...”, resume. Cuenta que en la estación ya solo quedan el vigilante y la taquillera, que antes había un montón de gente trabajando. En los tornos, una mujer que viene de Mataró repite el karma del día: "Tengo 80 años y estoy bien, pero no creo que lo vea terminado". 

CRIADERO DE MOSQUITOS

No muy lejos de aquí tiene su taller Eloy. A sus 68 años, siente la llamada de la jubilación. El problema es que con la valla de las obras justo delante, “¿quién va a querer comprar el negocio?". Tampoco ayuda la acumulación de agua sobre ciertas zonas de la obra, un criadero de mosquitos de lo más incómodo. José Luis Sánchez no vive lejos. Desde su balcón disfruta del hormigón en todo su esplendor. Trabajó en la empresa de trenes de La Maquinista, así que, como Paquita, también distingue los convois por su soniquete sobre las vías. Se ríe de la situación, de que las empresas roben. "Antes protestábamos más".

En la parte interior de las vallas se distingue un inmenso grafito: "Fuego a las fronteras". Se referirá a la acogida de refugiados, pero a La Sagrera, a sus siete barrios, el mensaje les viene que ni pintado. Otro menos elaborado reza: "El Fary vive". Ambos parecen, hoy, improbables.