Unos peces surcando la ciudad

Un banco de peces en un portal de la avenida Mistral, la semana pasada.

Un banco de peces en un portal de la avenida Mistral, la semana pasada.

MAURICIO BERNAL

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Existe un momento de gran melancolía en la vida de todo trabajador, cuando al volver de sus vacaciones se da cuenta de que lo único que tiene por delante es un año exactamente igual al anterior, con las mismas rutinas, las mismas caras conocidas y el mismo saludo por las mañanas en el lugar donde acostumbra a tomar café. El hombre que pega peces por la calle es fruto de ese instante, así que, un respeto: las pequeñas criaturas que surcan en solitario o en nutridos bancos las superficies de persianas, paredes, semáforos y mobiliario urbano respiran aunque no parezca una forma de angustia existencial, pues son al fin y al cabo la respuesta a ese vacío, una estrategia contra la monotonía. Algunos se apuntan a yoga, buscan consuelo en las páginas de contactos o empiezan a bailar claqué; otros encuentran en la fabricación doméstica de pegatinas con forma de pez, y más tarde, en el furtivo ejercicio de encontrarles un lugar en la calle, el antídoto que necesitan para hacer frente al aburrimiento.

El hombre que pega peces por la calle tiene por uno de sus activos el anonimato, y no solo por las razones obvias, sino porque su entorno no es el habitual de jóvenes con gorras y pantalones anchos y una mochila llena de esprays. Trabajar en un despacho lo obliga a respirar a diario el aire adusto y serio de las cosas importantes, y a compartir el espacio con gente poco dispuesta a acoger simpáticamente la idea de que un compañero, un colega, en su tiempo libre, lleva a cabo una actividad prohibida por la ley. ¡Un fuera de la ley, entre nosotros! Los peces que salen al encuentro del peatón -del peatón atento- en las calles del Eixample, el Raval, Sant Gervasi y otros barrios de Barcelona, algunos diminutos como renacuajos y otros del tamaño de una perca, todos en blanco y negro, responden además a un nombre que tampoco gozaría de aprecio entre el personal de la oficina: peces polla. Porque tienen cara de. En cualquier caso, nadie le creería: cuesta mucho conciliar la idea del oficinista gris con la del espécimen sinuoso que antes de pegar cada pez mira en derredor para asegurarse de que la policía no acecha.

Una actividad familiar

«Me relegaría a la categoría de personajillo», explica. «Si vas de excéntrico por la vida, te tratarán como a un excéntrico». Los primeros peces los dibujaba con rotulador, hasta que un día fue asaltado por la certeza de que tarde o temprano lo sorprendería la policía. «El rotulador, para que el pez quede bien, requiere tiempo y dedicación, y así es muy fácil que te pillen; con una pegatina, en cambio, es un gesto de un segundo, lo haces en casa, juegas con las expresiones de los peces, te quedan más bonitos. Y como son pegatinas, si a alguien no le gusta, siempre las puede quitar». El señor de los peces está casado y tiene dos hijos, un niño de siete años y una niña de dos, y no solo no los ha preservado de su secreto sino que el niño de vez en cuando participa en las excursiones de pega de pescados. «El niño acompaña, básicamente, alguna vez ha pegado alguno, y hace preguntas: '¿Por qué no pegamos mariposas, papá? ¿Por qué no pegamos barcos piratas?' Y yo: 'Cuando seas mayor entenderás'. Los peces forman parte de la dinámica familiar: a veces nos sentamos todos a la mesa, mi mujer, el niño y yo y nos dedicamos a pintar y pegar». Al día siguiente, a las ocho, como cada día, está con su corbata, su cara de oficinista, su actitud grave, nuevamente en su puesto de trabajo.

Su anonimato es algo relativo desde que el bloguero especializado en arte urbano Jordi Barceloneta descubrió su existencia y la consignó en su blog. «Me daban ganas de decir: '¡Son mis peces, son mis peces! Y son encantadores, ¿verdad?'» Pero la discreción es la discreción. Lo más cercano a darse a conocer que ha hecho es abrir una página en Facebook donde cuelga fotos de sus obras e interactúa con un puñado de seguidores. Un año y medio después, la rutina del oficinista ha cambiado. Ahora es otra, llena de pececitos; que era lo que buscaba. «Ahora cuando voy a algún sitio donde no tengo ganas de ir, digo, bueno, al menos por el camino voy a pegar peces».