A PIE DE CALLE
Una planta del jurásico en BCN
Los jardines de la Tamarita, en el paseo de Sant Gervasi, guardan una jaula. Es un armazón especial, está abierto por la parte de arriba y en él vive una planta que convivió con los dinosaurios hace 150 millones de años. Se trata de una 'Wollemia nobilis', conífera que se creía extinguida hace dos millones de años y de la que hace una década se encontraron 40 ejemplares en Australia. En el 2006, el Jardín Botánico de Barcelona adquirió un ejemplar y, el 25 de febrero del 2010, unos chavales plantaron un ejemplar en este jardín romántico que, en realidad, es una cajita de sorpresas como casi todo lo que proyectó Rubió i Tudurí.
Caminar por un jardín lleno de fuentes, y lloviznando, es un regalo de otoño. El de la Tamarita es un jardín público que Francisco Mata, un industrial algodonero, construyó como casa y jardín familiar. Ayer por la mañana no había casi nadie, solo los jardineros, que unas líneas más adelante me enseñarán a mirar el jardín de otra manera, y estudiantes de la Universitat Ramon Llull. El sirimiri había espantado a las niñeras y era demasiado temprano para que los chavales con uniforme se apropiaran de los columpios.
Dos universitarias se resguardaban del agua en el porche de la Fundació Blanquerna, me describían el jardín como «un lugar de paso». Entraban dos turistas perdidos; la parada del Bus Turístic está enfrente.
Lo bucólico, a veces, despierta el espanto y aquí hay muchos rincones y recovecos a los que el urbanita ya no está acostumbrado. En un caminito, un trabajador de TMB apuraba un 'tupper'. Nos saludábamos como si estuviéramos en el bosque o en el pueblo. Ya no se escuchaba la ciudad. Es este un jardín que no da posibilidades al 'selfies': es difícil fotografiarlo. Incluso la plaza de los Cuatro Continentes tiene un ángulo abierto al cielo.
En la elipsis, es imposible enlazar a América (un ser femenino con penacho y un caimán) y a lo que, en teoría, es Europa (un soldado romano y la única de las cuatro esculturas masculinas y sin animal).
Conocía entonces a los jardineros: me explicaban la existencia de esa planta jurásica. La buscaba al fondo del edén y, cosas extrañas en Barcelona, no hay ninguna placa que explique su historia, su procedencia o quién la trajo; solo está ahí, en ese corralito solitario. Quien se sienta en los bancos que hay cerca de los juegos le da la espalda; quien juega al pimpón no la ve. El foco de luz de la farola no la ilumina. Es tan chiquita que aún no sobrepasa la cerca, en ese caso protectora.
Ayer era día de jaulas, en esta hay vida y, además, no tiene cierre. El ejemplar, con los años, crecerá hasta alcanzar entre 20 y 30 metros. Me despedía de los jardineros, preguntando por unas flores que había visto en este jardín otoñal. Una, me decían, es una «mala hierba». Yo la veía como unas campanillas que pintaban de morado el glauco. La otra, conocida popularmente como celestina, está cerca de la puerta de entrada. Es azulada, 'plumbago', me explicaban los jardineros que es su nombre.
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