Tras el rastro de los duques

Un jardinero que está haciendo unos trabajos en la propiedad de los Urdangarín carga unas herramientas en una furgoneta, el miércoles pasado.

Un jardinero que está haciendo unos trabajos en la propiedad de los Urdangarín carga unas herramientas en una furgoneta, el miércoles pasado.

OLGA
Merino

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Paseo a la zona altísima con el pretexto de que los Urdangarín han pedido permiso al juez Castro para vender el casoplón embargado de Pedralbes. Excursión algo cateta, en plan guiri, porque no hay quien se aclare en este laberinto de calles empinadas por donde no pasa ni un alma para preguntarle: «Perdone, ¿Elisenda de Pinós queda más arriba?» Por suerte, un repartidor de MRW solventa la papeleta. Furgonetas de mensajería, bastantes. En estos predios, se te acaba el pan Bimbo y tienes un problema.

Parece que la venta está cerrada y que al final un abogado se queda la mansión ducal por 6,9 millones de euros. Pero aquí no se mueve ni una hoja. Un silencio bucólico apenas rasgado por las cotorras, los tijeretazos de los jardineros que podan y el recreo de los peques en el Sagrat Cor. El palacete sigue cerrado a cal y canto desde que se fueron a Ginebra; hay desconchones de humedad en el muro, la hiedra se ha secado y a los postigos de las ventanas no les vendría mal una mano de barniz. Un halo de vaga decadencia, como de final de El Gran Gatsby, envuelve la vivienda, justo enfrente del delicado jardín de la Clínica Planas, donde cuentan que Corinna, la amiga del Rey padre, se habría hecho un pequeño retoque. Lifting y pechos.

Dos cocineros de alguna residencia cercana salen a fumar con las chaquetillas blancas de los fogones. «En noviembre, sí hubo movimiento; se ve que estaban enseñando la casa. Pero, desde entonces, nada», cuentan. Antes, veían a la infanta Cristina, la que fue nostra, casi a diario, y sobre todo a la pequeña Irene, cuando sacaba a pasear al labrador blanco acompañada por un guardaespaldas. «Oye, si haces un Sálvame, me llamas, que yo voy rápido». Vale.

Yuppismo a la catalana

Pinos, paz, otra realidad. Este es el paisaje donde los duques de Palma vivieron su película de yuppismo a la catalana, cuando se creían intocables. La demarcación de Esade, donde Iñaki conoció a Diego Torres, la cabeza pensante de la trama Nóos. Del restaurante El Jardí de l'Abadessa, que acogió algún cumpleaños familiar, y del Liceo Francés, donde el mayor de los vástagos tuvo que defender a puñetazo limpio la honorabilidad de su padre cuando un compañero de clase llamó «chorizo» a Urdangarín. Lo cuenta Paloma Barrientos en La infanta invisible (Ediciones B, 2014). Y a fuer que lo es.

Cuesta abajo, pues, detrás de dos señoras muy bien vestidas, estilo deportivo del caro. Una le dice a la otra: «Tengo un armario lleno de bolsos, pero voy siempre con dos; es que me da pereza bajarlos». Ah, el lujo… Un Louis Vouitton auténtico, que no del mantero, y sobre todo el regalo de poder pasear sin reloj esta Barcelona tan paseable.

En Sarrià el territorio se humaniza. Tiendas, vida, pulso de barrio. Una minyona filipina ultima la compra en el mercado. Chicas con pantalón pitillo, botazas y melena décontracté hasta la cintura. La cronista va con chuleta siguiendo la huella desvaída de los duques, con pistas compiladas por quienes saben de esto. Cuenta Pilar Eyre que Cristina se hacía los reflejos en el Llongueras de Benet Mateu y frecuentaba la placidez del gimnasio Iradier. El tortell del domingo en la pastelería Foix, alguna peli en el Gran Sarrià y las míticas bravas del Bar Tomás, en la calle Major. «Venían mucho, sí. Sobre todo Iñaki, pero de siempre, de cuando el balonmano», cuenta Antonio Betorz, el dueño. Buena gente la del Tomás: le sacan a un mendigo una ración en un papel de plata.

Como si tuvieran voluntad propia, las piernas retoman la marcha sabiendo el destino: el número 19 de Mestre Nicolau, donde estaba la sede del Instituto Nóos. Pero nada, ni rastro. Cuenta el portero que también ha desaparecido la tienda de enfrente, de Cristina Castañer, amiga de la infanta, donde hasta Leti se había comprado zapatos. Nada. Un espejismo. Otro más de aquella Catalunya que fue oasis.