Sic transit Gloria Punky

Una muestra en el MACBA explora los posibles rastros del punk en el arte contemporáneo.

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RAMÓN DE ESPAÑA

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 Me voy al MACBA a ver la exposición Punk, sus rastros en el arte contemporáneo, que ha comisariado David G. Torres. En el taxi, mientras canturreo por lo bajinis Should I stay or Should I go, de los Clash, y What do I get?, de los Buzzcocks (el trayecto es breve y no me permite entonar Rock¿n¿roll nurse, de los New York Dolls, sintiéndolo mucho por el taxista porque la bordo), rememoro la brevísima era punk y lo que dio de sí en España, que no fue mucho: nuestras escasas aportaciones musicales al No future de la época oscilan entre lo lamentable (Ramoncín, por ejemplo) y lo desfachatado (La Banda Trapera del Río); y por en medio, unos cuantos chavales de clase media disfrazados de víctimas del sistema -vale, también es verdad que el padre de Joe Strummer era diplomático, pero…- que no llegaron muy lejos. Supongo que no era fácil reproducir en Madrid y Barcelona el ambiente enrarecido de la Inglaterra thatcheriana, y además aquí ya teníamos nuestro propio ambiente enrarecido: el de una sociedad que dejaba atrás el franquismo y que se hacía ilusiones con la democracia; tal vez por eso, la mayoría de nuestros punkis era tan poco creíble como casi todos los raperos actuales, que ni son negros, ni americanos ni de clase trabajadora. En uno y otro caso, lo social perdió la batalla ante la moda.

Siempre que me planto ante el MACBA tengo la sensación de hallarme frente a una fortaleza sitiada por los bárbaros. Me imagino al director como al protagonista de una novela de J.G. Ballard, observando por la ventana de su despacho a las tropas hostiles acampadas en la explanada y preguntándose cuándo tendrá lugar el ataque definitivo, en qué momento las rampas de su museo se llenarán de patinadores dispuestos a prender fuego a las instalaciones. Afortunadamente para él, los bárbaros solo son unos muchachos más o menos alternativos que se concentran en sus piruetas con la tabla y respetan las fronteras intangibles del museo, donde nunca se les ha ocurrido entrar. Dudo mucho que lo hagan para ver la exposición en curso, pues los rastros del punk están más presentes en ellos mismos que en las piezas que se muestran en el interior.

Para cualquier curator, hablar de rastros es un chollo porque ese término permite cualquier interpretación y uno puede seleccionar las obras que le apetezcan sin tener que dar muchas explicaciones (siempre que incluya en la muestra a artistas acogidos a la corrección política progresista y que hoy día sirven para un barrido y para un fregado, como Raymond Pettibon, Nan Goldin o las Guerrilla Girls, que nunca defraudan ni te hacen quedar mal). Peor lo tuvo Mark Sladen en 2007 cuando montó en el Barbican londinense Panic attack! Art in the punk years-, exposición de la que la aquí comentada constituye una especie de secuela, probablemente involuntaria. Sladen tuvo que atenerse a lo que ocurría artísticamente en la era punk, mientras Torres es libre para elucubrar, basarse casi exclusivamente en su criterio y encontrar rastros del punk donde los demás igual ni los olemos.

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Tal vez por eso, aunque en el MACBA haya piezas de interés -me impresionaron las chaladuras pictóricas de Marcel·lí Antúnez, que desconocía-, la impresión que a uno le deja la exposición es que se trata de una mirada concreta y unas teorías personales, interesantes una y otras, pero de imposible verificación, pues se basan en una interpretación del concepto abordado que ni puede ni debe aspirar a ser canónica. Como sí lo era en el caso de Sladen, que se atenía a la cronología y abordaba lo que se hizo entre finales de los setenta y principios de los ochenta (ya rondaban por ahí, claro está, Pettibon, Goldin y las Guerrilla Girls).

Yo creo que el movimiento punk, por lo menos en Gran Bretaña, fue más social que musical, y poco tuvo que ver con el arte contemporáneo, pues exceptuando a Strummer -y a Bob Geldof, que se pasó al pop melódico en el segundo disco de su banda, The Boomtown Rats, antes de dedicarse a hacer el bien a la humanidad-, sus protagonistas procedían del lumpen proletariado y habían visitado los museos aún menos que los skaters del MACBA.

El punk no dio personajes como David Bowie o Bryan Ferry, deseosos de formar parte del mundo del arte, sino admirables gañanes como Johnny Rotten y Sid Vicious, a los que les bastó con un solo disco, Never mind the bollocks, here¿s the Sex Pistols, para decir todo lo que tenían que decir. Puede que sus compañeros de viaje -la modista Vivienne Westwood o el liante de Malcolm McLaren- tuviesen aspiraciones artísticas, pero los Pistols solo querían ciscarse en la señora Thatcher y amargarle el jubileo a la reina.