BARCELONEANDO

Sardinas rumberas

La Caseta del Migdia propone sardinadas con sandunga para la noche del miércoles del verano

La Caseta del Migdia, en Montjuïc, con sus mesas corridas de merendero asomadas al litoral.

La Caseta del Migdia, en Montjuïc, con sus mesas corridas de merendero asomadas al litoral.

OLGA MERINO

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Chanclas de dedo, una raja de sandía y un buen plato de sardinas. No hay trinidad que compendie mejor el espíritu del verano, sobre todo las sardinas, cuando las sacan de las barcas en su justo tamaño y tiesas como navajas de plata. Igual que a las patatas, se las consideró alimento de pobres pero, digan lo que digan, están para chuparse los dedos. Lo malo, claro, es cocinarlas en casa por el tufo que se arma, pero hay rincones urbanos donde las asan al aire libre, que saben mejor. Escondites como el chiringuito de Montjuïc.

El ascenso a la Caseta del Migdia —así se llama el recinto— tiene algo de excursión infantil a los merenderos de Montornès y Les Planes, con aquel cricrí de chicharras a través de la ventanilla del coche. Salidas domingueras las de entonces que, a bordo del Seiscientos, se hacían eternas y debían aliñarse con el peñazo del veo veo y las canciones sardineras: por el mar corre la liebre, por el monte la susodicha; la del señor don gato resucitado; y aquella otra de apostarse la manera de meterse en un zapato. ¡Cuánta insistencia! Las hambres de la posguerra hicieron de la sardina el Santo Grial.

Pero a lo que íbamos: ahora que están gorditas y en sazón, vale la pena subir hasta la Caseta a degustarlas acompañadas de pa amb tomàquet, ensalada y porrón amistoso, cualquier miércoles por la noche de lo que queda del verano (hasta el 16 de septiembre, previa reserva: www.lacaseta.org). Como en los merenderos de antaño, los comensales se sientan en mesas corridas con quien les toque y, si al principio arrugan el ceño, la cerveza y el vino obran el prodigio de que al rato confraternicen y el más envarado acabe marcándose una rumba con la vecina de banco. Porque el grupo Rumbalà se encarga de salpimentar la sardinada. Los pinos, la luna, la sandunga y una buena compañía… ¿Qué sería de la vida sin las noches de verano?

Las butifarras del otoño

El menú musical y gastronómico varía según la velada: los jueves, bossanova; los viernes, funky elegante; el sábado, groove latino; y flamenco, el domingo. Música en vivo —asunto este cada vez más peliagudo—, buen rollo y otro plato muy campero (butifarra y pollo a la brasa, ensalada, maíz y pan tostado), todo ello por 12 euros. Cuando llegue el otoño, el chiringuito ya solo abrirá a mediodía y hasta las siete de la tarde.

La casita en cuestión, de ladrillo visto, había albergado un repetidor de Telefónica, en desuso desde que se culminó la construcción de la torre Calatrava, en 1992. El paraje quedó, pues, semiabandonado. Pocos barceloneses se aventuraban entonces por allí: si una parejita subía a darse el lote, corría el riesgo de un sustazo, mientras que a los ciclistas se les pinchaban las ruedas con las jeringuillas del maldito caballo. Cuenta la leyenda incluso que, en este rincón, El Vaquilla solía repartirse el botín de los atracos con sus compinches. O sea, territorio comanche.

Un buen día, sin embargo, apareció un mago llamado Marc Ros que, por encargo del ayuntamiento, dinamizó el espacio; su merendero ha devuelto al Mirador del Migdia la dignidad de lo que es: un idílico paraje desde donde se contemplan las mejores vistas del litoral. Promotor cultural y deportivo, Marc no para de urdir proyectos; se inventó en una ocasión una noche de luna llena con claqué, y fue el primero en proponer bicis de alquiler para Collserola. «Soy un entusiasta de la ciudad y me gusta que pasen cosas», dice.

Contemplar el crepúsculo desde esta balconada que aboca al mar es impresionante, un espectáculo que sucede a diario y, encima, de balde. Un derroche de color naranja, rosado, violeta, y las nubes volanderas sobre el puerto. ¿Por qué fascinan tanto las puestas de sol? Tal vez porque invitan al amor. O al pensamiento. O como escribió el filósofo Javier Gomá, porque el portento lumínico del atardecer es tan grande que «la belleza, aunque cotidiana, repetitiva y previsible, se hace sublime».