BARCELONEANDO

Lo que cuenta es la ilusión

Las masas que visitan el salón no se corresponden con las ventas de cómics

Un asistente cual el villano Joker, en el Salón del Cómic, el viernes.

Un asistente cual el villano Joker, en el Salón del Cómic, el viernes.

RAMON DE ESPAÑA

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Y a lo decía la canción: siempre se vuelve al primer amor. Por eso, porque antes que de la literatura y del cine me enamoré perdidamente de los tebeos, visito casi cada año el Salón del Cómic de mi ciudad; aunque cada vez me sienta más como esos jubilados que insisten en aparecer por su antiguo lugar de trabajo porque se aburren en casa y optan por imponer su indeseada presencia a los compañeros que aún no han pasado a engrosar las filas de las clases pasivas. Inevitablemente, se apodera de mí una agridulce sensación de melancolía al recordar los años en que pintaba (o creía pintar) algo en el mundo del cómic desde la revista 'Cairo', que habíamos fundado con Joan Navarro, Ignacio Vidal Folch y demás compañeros mártires. En aquellos tiempos, algunos aspirábamos al reconocimiento sociocultural de los tebeos, a que estos se convirtieran en artefactos tan potentes como las novelas o las películas. Huelga decir que fracasamos estrepitosamente: los cómics se pusieron de moda durante unos años, sí, pero la moda pasó y se volvió a la situación habitual, en la que lo más vendido era siempre lo más primario y chabacano y lo más innovador despachaba una cantidad de ejemplares ridícula.

Igual es ese el destino del cómic, y lo que pretendíamos en los 80 algunos ilusos nunca tuvo visos de realidad. Podríamos haber hecho nuestra la famosa frase de Cruyff ante no sé qué partido fundamental: «Ganar, ganar, no sé si ganaremos, pero tenemos ilusión, y la ilusión es lo más bonito del mundo». Esa ilusión nos llevaba cada año al Salón del Cómic para festejar las novedades o presentar alguna nueva revista que siempre acabábamos hundiendo. Yo había querido ser como René Goscinny o Jean-Michel Charlier, publicar varios álbumes al año con distintos dibujantes y ejercer de redactor jefe de una revista que nunca se fuera al carajo, pero levantar cada libro costaba sudores, las publicaciones se iban yendo al hoyo -ya no quedan revistas- y, reconozcámoslo, lo que le gustaba al lector medio eran los mangas y los tebeos de superhéroes. ¿Cómics que fuesen el equivalente de los libros y las películas? Eso no le interesaba a casi nadie.

El Salón del Cómic de Barcelona es una paradoja singular. Tú lo visitas, lo ves lleno de gente y deduces que los tebeos son una industria de padre y muy señor mío. Si coincides con el 'conseller' de Cultura, el mismo te lo dirá, aunque sea el primero en no creérselo. De la misma manera que librerías como Laie y La Central corresponderían a países en los que se leyera de forma regular, nuestro Salón del Cómic remite a un entorno social propicio a los tebeos. Un entorno inexistente, aquí y en casi toda Europa, con la excepción de Francia, donde hay un público nutrido para la 'bande dessinnée' que justifica con creces la celebración anual del Salón de Angulema. Pero lo que cuenta es la ilusión y todos contribuimos a mantenerla: los editores con sus paradas, los autores con sus sesiones de firmas y el público con su brujuleo constante por el recinto, saltando de exposición en exposición, de coloquio en coloquio y de firma en firma. Todos sabemos que el mundo del cómic español es una ruina en la que el creador independiente pasa hambre, a no ser que aborde algún tema de interés social -la vejez, la enfermedad, la guerra civil, la violencia de género….-, y a menudo ni así. Todos sabemos que vender 300 ejemplares de algo digno es una hazaña y llegar a los 1000, un milagro. Todos sabemos que las editoriales independientes caen como moscas y que las que sobreviven lo hacen gracias a una estructura mínima carente de empleados y, a veces, hasta de oficinas. Todos sabemos que lo que más se vende es lo más chungo, aunque también es verdad que lo mismo ocurre en el cine y en la literatura, por lo que no descarto que estemos viviendo un proceso general de idiotización.

Pero tú deambulas por el salón y sigues detectando esa ilusión que, según Cruyff, es lo más bonito del mundo. La ves en esas hordas de muchachos con las lorzas cubiertas por camisetas de Lobezno o Star Wars, a los que antes despreciabas y ahora besarías en la frente y, recurriendo a Baudelaire, llamarías 'mon ami, mon semblable, mon frère'. La ves en ese chaval recién salido de la escuela Joso que va con la carpeta bajo el brazo, en busca de editor, y que cree, como tú hace 30 años, que se va a ganar la vida con lo suyo. La ves en ese editor independiente que acaba de publicar una joyita que no le interesa a nadie. Y piensas que algo tendrá el cómic, este enfermo crónico que nunca la diña, para seguir atrayendo a los creyentes. Y como a ti ya no te queda ilusión al respecto, echas la vista atrás y te preguntas, melancólico, lo mismo que Gena Rowlands en Another woman, la película de Woody Allen: ¿Un recuerdo es algo que se tiene o algo que se ha perdido?