El portal más abracadabrante de Barcelona

Un gamberro 'trencadís' a un paso del Palau Güell se hace un hueco en la cámara de fotos de quienes reparan en él

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CARLES COLS / BARCELONA

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En los números 3 y 5 de la calle Nou de la Rambla está el Palau Güell, tal vez el Gaudí menos mercantilizado de la ciudad, el genio de Reus en su versión inicial de arquitecto de las mil y una noches, una visita que merece la pena, con o sin Scheherezade. En el número 9 de la misma calle se mantiene en pie la carpintería de la antigua zapatería La Ampurdanesa, que calzó los mejores pies de la ciudad desde 1845, poca broma, hasta que esa reciente pandemia que afectó a las tiendas más añejas del centro se le contagió como un resfriado cualquiera y cerró. Se mantienen intactos el rótulo y el escaparate de madera, como el costillar deshuesado de un animal fantástico, pero dentro se venden actualmente naderías para turistas. Poco o mucho, en esos 20 metros de fachada se resume lo que hoy es Barcelona, el oro y el latón casi en puertas contiguas, salvo porque les separa un número de la calle, el 7, objetivo real de esta crónica, un lugar abracadabrante.

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Desde la acera contraria, incluso desde mitad de la calzada, la del número 7 parece solo una puerta sucia, pintarrajeda como las prostitutas de George Grosz. Sin embargo, quienes pasan cerca, por la acera del lado mar, se detienen a observar. No todos, por supuesto, pero suficientes como para atestiguar que aquello es un caso paranormal de arte callejero. Más que una pintura, es una escultura. Tiene relieve. Alguien (disculpen, pero los datos son pocos) se tomó la molestia de componer ahí una versión gamberra del ‘trencadís’ catalán a partir de piezas cerámicas rotas, grotescas caras esculpidas, dos retrovisores, conchas, llaves, una muñeca japonesa, un ídolo azteca, 100 pesos chilenos con su correspondiente mujer mapuche del anverso de la moneda, un caracol, baldositas con leyendas poéticas, grabados casi altamíricos de tribus inexistentes, un broche de perlas de pacotilla y más y más piezas de entrada inconexas pero que componen un entretenido cuadro de arte urbano. No se trata de elegir, lo que llama la atención es la macedonia, pero puestos a destacar, por si a alguien le apetece echarle un ojo, hay una minúscula porcelana, puede que el fragmento de una tetera, a media altura y a la derecha, en la que algo así como un vizconde de Valmont corteja a una imprudente Cécile de Volange que se deja querer junto a un lago y bajo un árbol, que resume a la perfección lo heterogéneo del collage.

La puerta, aunque seductoramente ofensiva, no es un Jean-Michel Basquiat, vale, pero parece ejercer idéntico efecto hipnótico sobre los transeúntes que las obras de aquel inclasificable artista neoyorquino que, aunque no era músico, merecería incluirse en la lista de artistazos fallecidos a los 27 años que comienza con Robert Johnson y de momento termina con Amy Winehouse, pero esa es otra cuestión. Lo que viene al caso es que el número 7 de Nou de la Rambla no está en su mejor momento. Eso tal vez fue en el 2013, cuando la puerta metálica estaba decorada con un trabajado grafiti de un cuervo que devoraba un corazón sobre un campo de calaveras y, arriba, en el dintel, lucía el primer plano de la cara de un gorila con aires de ser obra de la artista Nu Díaz, aunque ella dice que no, que ahí no estaba su mano, pero como es del barrio ofrece una pista sobre el origen del 'trencadís’. Explica Nu que es un trabajo de los ‘okupas’ que vivían en la finca. Ya les echaron. El collage perdura. E incluso ha evolucionado. A la derecha, ya en la pared, más allá del quicio, actualmente hay una figura femenina de perfil, dibujada, ¡pero con un sujetador de ‘trencadís’! Tal vez una talla 90 y una copa D. Parece un decir por decir, pero es el tipo de detalle que podría destacar el realizador Alain Jaubert en sus documentales ‘El pintor y su obra’ y que dejaban boquiabiertos a los espectadores.

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Lo dicho, esta macedonia artística ha mutado con el paso del tiempo, pero la parte principal, la más llamativa, el mosaico, sigue intacta y es curioso observar la reacción de los turistas que salen del Palau Güell cuando de repente descubren que la corriente del ‘trencadís’ perdura en Barcelona más allá de los espantos que se venden las tiendas de souvenirs. Salen de un Gaudí y se encuentran con ‘eso’, lo cual es una oportunidad de oro para concluir esta crónica con una anécdota que, según Manuel Medarde, ingeniero, antropólogo y ‘gauditólogo’ excepcional, contaba el arquitecto de Reus a sus maestros de obras. Según Gaudí, la gran dificultad del ‘trencadís’ era la selección acertada de los colores. Era especialmente puntilloso en eso, y para reforzar su tesis, ponía como ejemplo lo que le pasó a Rembrandt cuando murió sus amada Saskia. Los velatorios en el norte de Europa no son el pim pam que aconseja el calor en latitudes más cálidas. Pasan los días y el cadáver sigue allí presente. El caso es que, según GaudíRembrandt se echó en un determinado momento a llorar, “pero no por el fallecimiento, ¡sino porque el cadáver comenzaba a cambiar de color!”.

Es una anécdota. También lo del portal del número 7 de Nou de la Rambla lo es. Pero ambas merecen ser conocidas.