BARCELONEANDO

Las piedras de la playa

En Sant Adrià siempre tuvimos litoral, aunque hubo décadas en que ni nos enteramos

Las tres chimeneas.

Las tres chimeneas.

Javier Pérez Andújar / Barcelona

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Hay ciudades que no tienen mar, como París o la Prospe (en esa luna de Barcelona que se llama Nou Barris). La Prospe se ha hecho una playa de arena igual que Borges una vez tuvo en sus manos un libro de arena que no tenía ni principio ni fin. En París, durante los calores de la canícula, esto lo cuenta La Bruyère en 'Los caracteres o las costumbres de este siglo', los hombres se bañaban en la parte donde se unen el Sena y el Marne.

El siglo de La Bruyère aún pertenece al antiguo régimen, y él es un escritor moralista que morirá pobre y sin llegar a viejo; pero esto en él son dos circunstancias, o quizá consecuencias, pues el verdadero moralismo de La Bruyère está en su conciencia del estilo. A través de la defensa del estilo dibuja a las personalidades, las costumbres y el carácter de su época: “La mayoría de los hombres emplean la mejor parte de su vida en hacer desgraciada la otra”. También, un siglo antes de la revolución francesa, describió en su libro las condiciones miserables, rayando la animalidad, en que vivía el pueblo francés, y de ese modo se veía asimismo a la mejor parte de una sociedad empleándose en hacer desgraciada a la otra.

En Sant Adrià siempre tuvimos playa, aunque hubo décadas en que ni nos enteramos. Claro, era una playa contaminada de residuos y de historia. A un lado se alzaban las tres chimeneas de la térmica, que más tarde darían a la zona el nombre de Chernóbil (y eso señala a la vez la devastación del cinturón rojo), y al otro lado se extendía lo que había sido el Camp de la Bota, el castillo de los fusilamientos franquistas, las barracas (que era el fusilamiento del derecho a la vivienda)..., y en medio, a modo de río Grande o río Bravo, según desde donde se mire, la frontera del río Besòs (quizá no tuvo espaldas mojadas, pero sí un aluvión de maletas mojadas), al que en aquellos días se calificaba de cloaca a cielo abierto.

Rosas en el mar

Entonces no iba nadie a la playa. Bueno, algún mangui con un coche robado para enseñarles a los niños a hacer trompos y vacilarles. En los manguis, como en todo el que sabe que va a ser crucificado, hay algo de profético que dice “dejad que los niños se acerquen a mí”, pues busca la comprensión de los inocentes como prueba de su propia inocencia. Luego estaban los búnkers de la guerra, más bien lo que quedaba de ellos. Nidos de ametralladoras republicanas, redondeles de hormigón adentrándose en el mar como 'Las rosas en el mar', de Aute.

En la guerra civil también anida el mito de pasar un río, igual que en todo lo importante, todo lo que viene de antiguo desde el río Aqueronte, la frontera del más allá que las sombras de los difuntos cruzaban en la barca de Caronte. Era como en 'El sexto sentido' y 'Los otros': desde nuestra parte del río creíamos que el más allá estaba en una Barcelona burguesa y monárquica, fiel al Liceu y al Rey de la Gamba; pero al final comprendimos que el más allá éramos nosotros. Ya habíamos visto demasiado cine americano (si hasta la noche en que palmó el caudillo pusieron en la tele 'Objetivo Birmania'), como para acordarnos de que en castellano un búnker se llama casamata, y al decir búnker esperábamos vislumbrar la flota del desembarco de Normandía en aquel Mediterráneo de Sant Adrià, que nada tenía que ver con el de 'La Odisea', sino con algo más triste, algo más proclive a ser relacionado con el Mar Muerto.

Los refugiados son a la vez su propio camino y nuestra verdadera frontera

Al más allá del río le seguía el más allá del mar, ante el cual ya no existía paso ni barquero sino infinito. Frontera tras frontera en un sitio que era tierra de nadie, la llegada a la playa había sido cortada por las vías del tren. El balasto (las piedras en blanco y negro, como la televisión y los periódicos de entonces; tendrían que llegar Lole y Manuel para mezclar el flamenco de Mairena con los tripis de Jimi Hendrix y cantar Todo es de color'), los rieles, los raíles (dos palabras tan bonitas para nombrar lo mismo), la madera de las traviesas carcomida por la lluvia y por los golpes de los trenes.

Llaves de latas de sardinas

En su avanzar, la vía era un camino que trazaba una larga frontera por toda la costa, como los refugiados son a la vez su propio camino y nuestra verdadera frontera. Fue en esa vía, junto a la playa, donde la policía de Franco mató de un tiro al trabajador Manuel Fernández Márquez durante una huelga de la central térmica. Otra nueva sombra errante en la lucha de la clase obrera, ese otro más allá cuya existencia ahora se niega desde un mundo que se cree exclusivamente vivo. A las vías íbamos para cruzarlas, para eso están todas las fronteras, y también a poner sobre los rieles, los raíles, llaves de latas de sardinas, porque queríamos que el tren las aplanara con su peso y las convirtiera en ganzúas, o a poner monedas y chapas de botella para que las deformara como relojes blandos. Y era entonces cuando llegábamos a aquella playa que era la nada y buscábamos cristales convertidos en piedras verdes y piedras lavadas por la sal, por el agua, por la arena, y las tirábamos al mar haciendo sota, caballo y rey, esperando mejores cartas.