BARCELONEANDO

¡El afiladoooooooooor!

Ricardo Pérez, uno de los últimos en el oficio, sigue amolando cuchillos y tijeras en los mercados

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Olga Merino / Barcelona

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Esta historia lleva cociéndose a fuego lento en la olla cerca de un año. A mediados del último febrero, ya estaba concertado un encuentro con el afilador Ricardo Pérez Rodríguez (Coba, Ourense, 1949), y la víspera de la cita lo llamé al móvil para recordársela. No contestó, miau. Fue al tercer telefonazo cuando atendió una señora, su cuñada: resulta que Ricardo acababa de sufrir un accidente de moto y estaba en coma, en la UVI del Hospital de Bellvitge. Todavía no me he recuperado de la impresión.

Un terrible accidente con la moto estuvo a punto de jubilarlo antes de hora

Los meses que han mediado desde entonces han sido un intercambio de llamadas —“ya estoy mejor”, “me trasladan de hospital”, “a ver qué dice el fisio”, “en un par de meses me darán el alta”—, con la ilusión de poder quedar un día para escribir estas líneas porque eso significaría que Ricardo se habría recuperado. A punto estuvo de no contarlo.

A 70 en Vespa

Los hechos sucedieron el 1 de febrero, cuando nuestro afilador, uno de los pocos que nos quedan en Barcelona, se dirigía hacia Gavà o hacia Mercabarna, no recuerda bien. Iba por la autovía a unos 70 kilómetros por hora —la Vespa no da más de sí— cuando, de sopetón, una camioneta blanca lo embistió por detrás a una velocidad considerable. Un trompazo tremebundo: la moto quedó para la chatarra y él, con la cabeza abierta; el impacto le rompió, además, la pelvis y la tibia izquierda. Cuatro meses boca arriba, sin moverse.

Ya no ha vuelto a montarse sobre dos ruedas, y poco a poco irá dejando el oficio hasta la jubilación. Una lástima, porque Ricardo es un tipo entrañable, de esos que una gusta de encontrar cuando va al mercado, un caballero que canturrea mientras afila cuchillos, tijeras y cualquier instrumento cortante. Y entona muy bien; en realidad, sería un contrasentido que un afilador, alguien que se dedica a sacar punta y brillo a las cosas, desafinara al cantar.

Luis Landero, el novelista de la vida que bulle en la calle, dejó escrito en alguna parte que las navajas deben afilarse con cuidado de no “mellarles el alma”, con cariño: “Todo en el mundo tiene su lado estético; incluso en el no hacer nada se ve la maña y la gentileza de la gente”. Y hay mucho de eso en Ricardo, saber hacer y amabilidad a capazos. Un señor a gusto en su pellejo, que no es poco. Supe de él gracias a los estupendos reportajes en BTV de Oriol Castillo, quien ya apareció en estas páginas del Barceloneando, y en concreto a un vídeo en que se ve al afilador montado en su Vespa recorriendo las calles de Barcelona rumbo a una pescadería y con una vieja canción de su tierra entre los labios, “na beira, na viera, na beira do mar, hai una lanchiña para ir a navegar, para ir a navegar”.

La tierra de la chispa

Por algún extraño motivo, buena parte de quienes desempeñan o han ejercido la profesión proviene de Galicia, en particular de la provincia de Ourense, que por algo se la conocía como “la terra da chispa”. Sería que el campo no daba lo suficiente para subsistir y, como ya sabían afilar guadañas y hoces, los labriegos se ganaban unas perras echándose a los caminos con la piedra de amolar. Como el tío y el padre de Ricardo, quien ya había trabajado en Barcelona antes de la guerra. Ser afilador era una forma de vida, de pueblo en pueblo, durmiendo en los pajares. A veces arreglaban paraguas; por lo gallegos, sería.

El sonido característico de una flautita llamada chifre devuelve a un tiempo remoto

Ricardo volvió a la tradición familiar por necesidad hace más de treinta años, cuando perdió su puesto de trabajo en el sector de la hostelería y tuvo que buscarse la vida. No le fue mal el cambio porque él disfruta sobre todo con el contacto humano, del mercado de Hostrafrancs al del Guinardó, de un restaurante a la cocina de un colegio a repasar la cuchillería. Empezó en la Costa Brava con una motocicleta Derbi, y cuenta que quien le enseñó el oficio, gallego como él, le dio un muy buen consejo: “Mira, como nosotros, los afiladores, somos gentes de pocos estudios, tú nunca digas adónde vas ni de dónde vienes”.

Y por esas calles sigue él haciendo notar su presencia con el chifre, esa armónica con una melodía característica de agudos a graves y al revés. Un sonido urbano que, como el golpeteo de las bombonas de butano, traslada a otra época. Cierras los ojos y, de repente, vuelves a la infancia, a las coletas con lacitos, a los calcetines de perlé.