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La Penya Motorista de Barcelona, alma de las 24 Horas de Montjuïc, celebra su 70º aniversario

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OLGA MERINO / BARCELONA

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Las líneas que siguen no son una crónica periodística 'comme il faut', comedida, ecuánime, sino una oda pasional sobre la estrecha relación entre las motos y la ciudad aprovechando un pretexto de lujo: la Penya Motorista de Barcelona, organizadora de las legendarias 24 Horas de Montjuïc, cumple el domingo 70 años. Ahí es nada.

La fundaron el 12 de marzo de 1947 un grupo de señoritos aficionados a las dos ruedas, miembros de la burguesía catalana asentada, que solían reunirse en el Bar Velòdrom de la calle Muntaner. De aquel conciliábulo, surgieron  las carreras en cuesta de la Rabassada y sobre todo las 24 Horas, celebradas en la montaña mágica en los meses de julio entre 1955 y 1986. ¡Menudo ambientazo durante la prueba! Que se lo pregunten a Emilio Pérez de Rozas, gran motero de esta casa. 

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Para celebrar el cumpleaños de la Penya Motorista se antoja ideal un encuentro con Manel Maestro, presidente de la entidad, y Javier Gil, organizador deportivo de la carrera durante muchos años, y así, charla que te charla, se nos va media mañana en anécdotas y batallitas, en recordar al público cambiante que accedía al circuito a lo largo de la jornada: los locos aficionados de primerísima hora, las familias del mediodía y a las tantas de la madrugada, ay, ese continuar la fiesta de quienes salían del Liceu, del frontón Jai Alai o de bailar en La Paloma y se mezclaban ladera arriba en un gozoso pandemónium. El sabor de la Barcelona de antes, la que cantaba Gato Pérez.

EL FIN DE UNA TRADICIÓN

Las 24 Horas se prolongaron hasta 1986, año en el que el trágico accidente de Mingo Parés puso fin a una tradición celebrada de forma ininterrumpida durante 32 años. El circuito se había hecho inseguro y las motos, demasiado sofisticadas. Con el tiempo, la prueba se trasladó a Montmeló, y hoy la Penya sigue organizando sus carreras, 'calçotades' y salidas domingueras.

La reunión con los puntales de la Penya, un desayuno en la cafetería del Museu Olímpic, justo donde culminaba la mítica Recta de l’Estadi, se convierte sin mucho esfuerzo en una exaltación de la cultura motera y en rebuscar los porqués del vínculo indisociable entre Barcelona y las dos ruedas. Desde luego, influyen tanto el clima benigno, como la tradición industrial en una Catalunya que es la cuna de grandes empresas del sector, como Sanglas, Derbi, Ossa, Bultaco, Montesa o Rieju.

La suma de ambos factores se confabuló en alimentar un tercero, tal vez fundamental, que es el de la aceptación familiar, el de la asunción de la moto como un rito de paso adolescente, cuando el hijo o la hija comienzan a darle gas porque el padre y el abuelo ya lo habían hecho en su día. De forma natural y sin aspavientos. En otras ciudades, la motocicleta da más respeto, casi yuyu. 

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"Mi primera moto la tuve a los 16 años, con mi primer trabajo -confiesa Gil-, una Honda PS50 pagada con seis letras". La de Maestro fue una Vespa Primavera, que junto con la Derbi Antorcha, más conocida como Derbi Paleta, el vehículo fetén para acudir a la obra, constituyeron el equivalente del Seat 600 en la España del desarrollismo. La Montesa Impala y la Bultaco Metralla eran ya un asunto más pijito.

QUÉ SERÍA DE BARCELONA SI...

En cualquier caso, cabalgaduras ligeras y versátiles para trotar por la cuadrícula del Eixample y las calles empinadas sorteando la densidad del tráfico, porque -y hete aquí el gran quid- a saber qué sería de la circulación en Barcelona sin los 'salvadores' de las dos ruedas: somos la segunda ciudad de Europa, por detrás de Roma, en número de usuarios, con nada menos que 280.000 motos registradas. Uno de cada cinco vehículos en el embrollo de cada día es una moto.

La conversación deriva hacia los días de lluvia, la pintura resbaladiza, los chiflados que van haciendo eses, los que solo tienen en el carnet B, los rompe-retrovisores, los chicharreros, la mala fama que felizmente va superándose y sobre todo la falta de plazas de aparcamiento: nadie estacionaría sobre las aceras si las hubiera de sobras.

Y en el fondo de la charla, se escucha un pequeño latido: el deseo de que la ciudad nos profesara tanto, tanto amor como a las bicis.